El valor de la intimidad
Las personas somos seres sociales. Nos relacionamos, buscamos a los otros, les ofrecemos nuestro tiempo y nuestra compañía.
Pero también necesitamos alimentar nuestra individualidad y contar con un espacio propio que nos permita disfrutar de tranquilidad y privacidad. Todos, desde que somos niños, precisamos de ese reducto donde reposar y descansar. Un refugio físico que nos aporta seguridad y un refugio emocional donde podemos encontrarnos con una soledad buscada y necesaria.
Marcar los límites
La zona privada de cada persona limita con el exterior. Se trata de una parcela desde la que tomamos conciencia de nosotros mismos, definimos cómo queremos relacionarnos con los otros y cómo debemos tratarnos. Marcar bien los límites nos permite conocer los de los demás y propicia no invadir los territorios ajenos ni los propios. La protección de esa zona no supone una huída, ni la desconexión del mundo. Se trata de un aislamiento necesario, no un lugar vacío donde ocultarse.
Contar con nuestro espacio es imprescindible para
- Conocernos realmente
- Darnos cuenta de qué ocurre a nuestro alrededor
- Aprender a reflexionar
- Practicar la comunicación con nosotros mismos
Cómo usar nuestro espacio
- Escuchar lo que pensamos y sentimos
- Saber lo que queremos y lo que no deseamos
- Entender nuestra vida y ver hacia dónde va
- Analizar nuestra coherencia
- Saber cómo reaccionamos ante situaciones nuevas y diferentes
- Ver cómo nos comunicamos con los demás
La necesidad de proteger la intimidad
El espacio propio es un lugar físico (un paseo, un sillón) en el que estamos solos y somos conscientes de esa soledad buscada. En ocasiones escapamos de nosotros mismos y buscamos estar rodeados continuamente de gente. En contraposición, podemos temer relacionarnos con los demás y establecemos vínculos marcados por la cortesía y buenas maneras, pero sin presentar ni mostrar nuestra zona de intimidad, es decir, sin enseñarnos tal cual somos.
Por supuesto, no vamos a ofertársela a cualquiera. Ahora bien, tengamos presente que en la medida que dispongamos de nuestro espacio personal, podremos ofrecer con más garantías el acceso a las personas con las que creemos que merece la pena compartirlo.
Un buen equilibrio personal, una buena autoestima, requiere de un tránsito continuado de nuestro espacio privado al público. Ambos espacios se complementan, se enriquecen y se necesitan. Hay que estar en el mundo porque formamos parte de él y hay que tener, como decía Virginia Woolf, “una habitación propia”.
La necesidad de compartir la intimidad
El espacio personal es un todo que a veces segmentamos y compartimos con personas especiales para nosotros: pareja, amistades, hijos. Pero dentro de esta parcela, en ocasiones, se deja participar a quienes queremos, y a veces no.
Corresponde a nuestra madurez decidir qué cosas, en qué momento y con quién vamos a comunicar qué zonas de nuestra intimidad. Lo saludable es que haya varias personas en nuestra vida con quienes podamos hacerlo. Con estos vértices formaremos “redes” con las que tejer una malla simbólica que, sin impedir que nos caigamos, nos ofrezca un asidero para poder levantarnos.
El que esas parcelas de nuestro espacio personal no siempre se compartan con la pareja no debemos interpretarlo como el reflejo de una pérdida del amor que nos une a ella, ni con que no tengamos claro qué lugar ocupa en nuestra vida. Al contrario, la relación con más personas permite diversificar los afectos y enriquece nuestra capacidad de amar, lo que favorece la unión afectiva con la pareja.
La generosidad bien entendida
Metidos en la cantidad de obligaciones y compromisos diarios, concedemos prioridad y atendemos a otras personas, y no a nosotros mismos, con lo que acabamos en el último puesto en la lista de prioridades. No acabamos de sacar tiempo para nuestras cosas. No llega el momento, nunca se da, pese a que repetimos una y otra vez que lo buscamos, que lo queremos, que lo echamos en falta. La realidad es que está ahí esperándonos y no lo tomamos porque, en definitiva, nos damos menos importancia que la que nos merecemos. Se trata de una generosidad mal entendida que hace que descompensemos la balanza de nuestras necesidades.
Nos falta hábito y eso nos hace más difícil destinar un tiempo centrado en uno mismo y conectar con nuestro espacio íntimo, pero eso no significa que sea imposible la tarea, sino simplemente que representa una mayor dificultad. Siempre es un buen momento para empezar a tomarnos en serio. Y la época en la que nos encontramos, el verano, es un momento idóneo para iniciar este sano ejercicio. Nuestro reloj biológico se habitúa a días largos y festivos en los que los trabajos, las obligaciones y los deberes se relajan. Puede ser, por tanto, un momento ideal para visitar nuestro territorio.
No hay posibilidad de disponer de un espacio propio si no nos dedicamos tiempo. No es tiempo de descanso ni es tiempo de ocio, es:
- Tiempo de estar solos o con la compañía que, en esos momentos, creemos idónea para satisfacer nuestras necesidades o deseos.
- Tiempo de elección personal: de qué queremos hacer, de con quién o si es solos como queremos hacerlo.
- Tiempo de sentir la libertad de ocuparnos de nosotros y de nuestras cosas.
- Tiempo de sabernos artífices de nuestras vidas.
- Tiempo de ser quienes y como realmente queremos ser.