En el siglo XXI, ¿qué mueve a una persona a explorar el mundo desconocido?
No puedo dar una explicación lógica de por qué me meto en esto. Es algo visceral, algo que nace en ti y que lo dejas crecer. Te engancha. Se une el deporte, la filosofía de vida, la curiosidad científica. Tampoco hay razones muy profundas. Es más sencillo de que pueda parecer. Me gusta.
Primero llegó al Polo Norte y luego fue al Sur. ¿Coincidencia?
El proyecto del Polo Norte fue una iniciativa de un grupo de amigos. Pensamos que no todo está escrito, que hay retos personales y colectivos que te puedes plantear y cumplir, y convertir una ilusión en un recuerdo. Nosotros queríamos llegar al punto de giro de la Tierra. Nunca olvidaremos el momento en que el helicóptero que nos dejó sobre el Ártico desapareció en el horizonte. Nos miramos y dijimos: “Bueno, ya está, ahora a hacer lo que decíamos que queríamos hacer”.
¿Y a la Antártida?
Yo fui invitado por Ramón Larramendi, el alma máter de la expedición y polarista reconocido internacionalmente. Uno de los tres mejores del mundo, para hacernos a la idea. Atravesar la zona de inaccesibilidad de la Antártida y valerse para ello de un catamarán y del viento era una idea que le surgió en sus travesías con los esquimales. Llevaba años pensando en hacerlo, y ponerlo en marcha le costó algunos más. No sólo es difícil lograr la financiación, también hay que cumplimentar una serie de requisitos burocráticos que se eternizan. Se trata de un lugar que es Tierra de nadie, pero en el que las principales potencias tienen muchos intereses.
¿Eran conscientes de la complejidad de su objetivo?
Éramos conscientes de que el reto era difícil: sin avituallamiento, sin apoyo externo, usando el viento como motor. Además, nos encontramos con problemas añadidos. Topográficamente parecía un espacio plano, pero existen esas irregularidades, los “astruguis”, montículos de más de dos metros duros como el hormigón disimulados en un blanco total. El peligro de naufragar es muy real. Se puede romper el trineo y sufrir un accidente. Incluso puedes perder a un compañero y no darte cuenta hasta pasado un tiempo.
Durante los dos meses y pico de la travesía, ¿qué fue lo más duro?
El frío. Llegamos a los 50 grados bajo cero. Lo fundamental era mantener el calor del cuerpo. Cuentas con que los dedos y la cara van a sufrir, pero nunca puedes perder grados en el tronco, donde están los órganos vitales y, de hecho, el propio organismo se regula. Si siente frío deja de calentar las extremidades. Cuando hacía bueno, disfrutábamos de 35 grados bajo cero. Pero el problema no eres sólo tú. A menos 40 grados no funciona nada. Los materiales no trabajan bien, todo movimiento se hace más torpe, si te quitas un guante, los dedos se queman casi automáticamente. El frío es una sensación que no te abandona. Lo sientes todo el rato. No se pasa nunca.
Y vivir las 24 horas del día con sol, ¿no despista?
Mucho. Es difícil marcarse horarios. Además, tampoco tienes claro en qué hora estás porque constantemente cruzas meridianos. Nosotros íbamos con el propósito de ser ordenados y no lo logramos.
Se roza el límite de las fuerzas físicas, pero ¿cómo se protege la estabilidad mental?
El cuerpo humano reacciona de una manera inesperada. En situaciones límite se supera. Otra cosa es que, sin necesidad vital tengas el valor de llegar al límite, pero si estás mínimamente preparado actúas de una manera muy superior a la que tu mismo esperas de ti. Yo a lo que más temía era a no poder dormir. Recuerdo las noches de mis hijos cuando eran pequeños, y lo pasaba mal. Al día siguiente no era persona. Sin embargo, en el Polo llegamos a estar 48 horas sin cerrar los ojos y nos teníamos que obligar a dormir.
¿Cómo es la relación del equipo?
El equipo no se cuestiona. Nunca está en peligro. Esa es la clave para alcanzar un objetivo. No lo hablas. Sólo trabajas, hay muchas cosas para hacer: coser, hacer la comida, comer, fundir agua, dirigir la cometa, vigilar el horizonte. ¡Queríamos cubrir la mayor distancia jamás recorrida en un medio extremo y en una localización desconocida! Eso sólo se hace en equipo.
¿Por qué en trineo?
La amplia experiencia de Larramendi en el Ártico evidenció una cosa: el trineo esquimal es el vehículo más eficaz para navegar en el hielo y la nieve, por la sencilla razón de que siempre se puede arreglar. Se trata, al fin y al cabo, de maderas enganchadas con cuerdas. Pero necesitábamos también algo que nos diera energía, y para eso teníamos el viento. De ahí surgió la cometa. Después había que ver si el invento funcionaba. Si soy sincero, no teníamos ni idea de si el proyecto era viable. Estábamos convencidos de que sí. Pero podíamos equivocarnos.
En estos tiempos en los que todo se mide en términos de productividad o de consistencia, ¿para qué sirve esta hazaña, más allá de la satisfacción personal o el hito deportivo?
De alguna manera hemos cuestionado la forma en que se está adentrando en la Antártida. Se sirven de vehículos oruga y aviones que necesitan gasolina. Un espacio virgen, el último seguramente que queda en la Tierra, debe ser investigado. ¿Por qué no hacerlo aprovechando energías alternativas al petróleo? ¿Por qué no ser coherentes con toda esa propaganda del desarrollo sostenible?
Queríamos demostrar que el catamarán: maderas, cuerdas y viento, sirve para la ciencia, la de postulados más vanguardistas. El año que viene es el Año Polar Internacional y hay muchos proyectos en marcha, pero me temo que pocos van a servirse de energías alternativas. Sin embargo, hemos evidenciado que la fuerza del viento y los materiales nobles dan soluciones muy extremas.
¿Es fácil regresar a la vida cotidiana?
Volver al calor y a la comida no cuesta nada. En nuestro caso, la travesía en el rompehielos fue beneficiosa. Tuvimos la suerte de tener un mes para recuperarnos física y mentalmente, dejar atrás la aventura y tener ganas contarla. Ese periodo nos sirvió para ubicarnos de nuevo en la sociedad. También fue positivo para nuestras familias. Se ahorraron vernos con 18 kilos menos, con el rostro cuarteado y llagado por las congelaciones.
Ha sido gerente de un hospital en Ruanda, en un ambiente prebélico. ¿Qué recuerdo le resulta más duro de repasar?
Sin duda, el antiguo Zaire. Hacer cualquier cosa en Ruanda es uno de los mayores retos del ser humano. Allí vivía en una situación continua de estrés. Es un estrés que te lleva a dar el 100% de ti, olvidándote de ti. Pero fue algo temporal. Tuve que irme porque mi mujer estaba embarazada y habían asesinado a cinco españoles sin causa aparente. Ahora mi vida está aquí, donde mi mujer y yo hemos construido una familia. Ruanda ocupa un espacio importante en mi persona, pero yo opté por no vivir allí, y cuando tomas esa decisión es radical. No da lugar a la añoranza, aunque el vínculo prevalece: intento ser coherente con las enseñanzas que saqué de allí.
12 de enero de 2006. Un rompehielos ruso atraca en el litoral sureste de la Antártida. Se dispone a esperar la llamada del equipo formado por Ignacio Oficialdegui, Ramón Larramendi y Juanma Viu. La hora acordada: las cinco de la tarde. La sala de comunicaciones a bordo no recibe señal alguna. No pueden prolongar demasiado la espera. Para los rusos esto es un alto en el camino, porque su misión es llegar a la base científica a 30 días de navegación.
Hace 63 días que la Expedición Transantártica Española partió del norte del continente con la misión de atravesar la única zona de la Tierra sin explorar. Nadie, nunca, ha llegado a los dos puntos de Inaccesibilidad del Polo Sur sin ayuda externa ni apoyo mecánico. Se trata de los lugares más alejados de la costa, tanto la continental como la que incluye las barreras de hielo, situados a unos cientos de kilómetros al norte del Polo Sur Geográfico -el punto de giro terrestre- en los que no hay vida, ni siquiera bacterias. El frío supera en invierno los 60 grados bajo cero. Ahora es verano y las temperaturas rondan los 35 grados por debajo del mercurio. En estas condiciones, con días sin noche (el sol no se pone en las 24 horas), la expedición se ha propuesto recorrer 4.500 kilómetros valiéndose sólo de un catamarán fabricado artesanalmente con madera y cuerdas. El vehículo se mueve gracias a la acción del viento, transportado por una cometa que lo arrastra por el hielo. Están convencidos de que este es el mejor medio para recorrer los Polos y de que el éxito de la misión revolucionará las expediciones polares de investigación y las deportivas, gracias a su combinación de desarrollo y sostenibilidad.
El reloj marca las 19 horas. La tripulación rusa concentrada en cubierta mira el helicóptero preparado para sobrevolar el hielo que a modo de anillo rodea la Antártida y recoger a los expedicionarios. En el puente, los rostros se tuercen cada vez en mayor preocupación. No hay señal de los polaristas.
Ignacio, Ramón y Juanma han hecho lo más difícil. Han soportado fríos extremos, días desalentadores donde el viento desaparecía y les dejaba varados. Han logrado sortear los montículos de más de 3 metros de altura y duros como el cemento que quedan disimulados en el horizonte blanco, pero que se multiplican en el camino, y lo que parecía una estepa se trunca en un mar helado con grandes olas inmóviles, los “astruguis”. Han batido el récord de distancia antártica recorrida en un día, la jornada el día que cumplieron 311 kilómetros. Pero cuando se sabían triunfadores y tan sólo restaban unas horas de navegación, se dan cuenta de que no saben dónde ni hace cuántas millas han perdido la radio baliza, las placas solares, el material filmado, la tetera para deshelar el agua y más cosas que no pueden pararse a enumerar.
Son conscientes de que el rompehielos ruso les esperará hasta la hora acordada, pero no podrá demorar su marcha mucho más. Seguramente ya habrá atracado. No pueden contar con la base francesa (unos días antes les negaron ayuda), ni con los italianos (más diplomáticos, se limitaron a no responder a sus llamadas). Pero no pueden terminar la travesía y perder el material. Deciden asegurar lo que les queda de catamarán y aprovechar las huellas para ir en busca del material perdido. Dos horas. No andarán más. Y los tres juntos. Si no logran dar con los bultos pasado ese tiempo, retrocederán. Se ponen en marcha. Tres horas más tarde divisan a lo lejos algo que no es blanco. Han encontrado lo perdido. Ahora hay que darse mucha prisa. Los rusos pueden irse. Y entonces… Mejor no pensar en el entonces.