Violencia juvenil

El rebelde sin causa no existe

Entre nosotros, la violencia juvenil no ha adquirido las dramáticas dimensiones de otros países, pero el problema existe también aquí: según un estudio de hace dos años en 534 centros públicos de enseñanza, el 80% de los encuestados (alumnos y profesores) se mostraron preocupados por la indisciplina y la falta de respeto en los centros escolares.
1 abril de 2000
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Y el 60% afirmaron que en su centro se habían registrado agresiones entre alumnos en los tres últimos años. Un informe similar de 1992 en Holanda reveló que el 25% de los niños habían sufrido actos intimidatorios graves (violencia sistemática, física, sexual o psicológica) por parte de otros alumnos.

El rebelde sin causa no existe

Ahora bien, entre los jóvenes rige también una violencia menos visible, que genera igualmente coacción, miedo y sufrimiento. Y refuerza un estilo de relación basado en el dominio, la fuerza y la agresividad, valores muy poco edificantes para personas que se encuentran en pleno proceso de formación y de crecimiento como seres humanos, como entes sociales.

Lo más fácil es endosar la culpa de estos comportamientos inexplicables (“pero si no les falta de nada”) a la influencia de TV, comic, cierta música, el cine… por la trivialización, cuando no exaltación, con que en ocasiones abordan la agresividad y la violencia. Pero no podemos conformarnos con esta simplista reducción del problema.

Por qué la violencia

La agresividad es un instinto consustancial al ser humano, y la violencia (psicológica o física) aparece como el medio más rápido para conseguir lo que nos proponemos. La persuasión entraña dificultades y exige habilidades dialécticas que no abundan entre los jóvenes. De todos modos, nadie está libre de reacciones primitivas, de carácter agresivo, para defender el territorio propio. Que, cuuando se producen de forma reiterada, terminan formando una conducta. Los humanos somos la única especie animal que ha creado una cultura de la violencia y los medios de destruir al oponente se hacen cada vez más específicos y complejos.

Así pues, niños y jóvenes nacen y crecen en un mundo violento. Y no hablamos sólo de guerras ni siquiera de agresiones físicas. La violencia que más cala en los niños proviene de un estilo de vida (que empapa a la familia, la escuela y la calle) en la que uno de los valores supremos es el control y la seguridad. Que se manifiesta en la defensa de la individualidad y en la colocación de alambres de espino en nuestro territorio individual. Las actitudes violentas, en suma, prenden muy bien en una sociedad competitiva que predica soluciones individualistas y que olvida promocionar la dimensión social de las personas. Así, resulta hipócrita que nos espantemos de algunos niños que produce la sociedad que hemos creado. Desde un punto de vista sociológico, por tanto, las conductas violentas de niños y jóvenes podrían interpretarse como la consecuencia de la preponderancia de lo individual ante el interés común.

Pero, desde una perspectiva psicológica, se explican las conductas violentas independientemente del momento social en que se producen, recurriendo a lo más íntimo del ser humano. Generalmente, las travesuras se cometen junto a un grupo de amigos y se actúa espontáneamente. Quien transgrede la norma se siente importante y admirado por sus amigos. Y el acto mismo resulta estimulante: sabe el niño o joven que sus padres no lo aprobarán, pero eso sólo añade un poco de emoción. Lo que importa es la aprobación de los amigos, esa es la recompensa y merece la pena asumir el riesgo del castigo.

Los casos leves de vandalismo y violencia forman parte del desarrollo normal de niños y jóvenes, provienen de su necesidad de sentirse independiente, rebelde, o parte de un grupo, el de sus amigos. Entendámoslo: los sentimientos que impulsan estos actos incívicos son universales. Los niños buscan identificarse como individuos y reafirmarse como miembros de un grupo. En otras ocasiones, buscan desquitarse de acciones que consideran injustas, protagonizadas por las figuras de autoridad:padres, profesores, policía… Una de las vividas como más injusta es la que convierte al niño en “invisible”, todo lo que él o ella interpretan como que no se les tiene en cuenta o no se les reconoce sus logros.

Muchos niños que crecen en ambientes en los que sienten que no valen mucho, y pueden (por la excesiva tolerancia familiar) hacer casi cualquier cosa que le pida su grupo. La necesidad de aceptación por el grupo puede inducir a un comportamiento antisocial, especialmente en la adolescencia: en medio de la desorientación, sentirse parte del grupo (que, a veces, es lo único que eligen) es lo más importante.

La violencia, ¿sólo una señal?

Los actos agresivos son la gota que colma el vaso; el problema casi siempre es previo. A veces, el niño emite “sus señales” con gran intensidad (un robo, una pelea con heridos, una agresión a los padres, a un compañero o profesor) y surge el problema, ya ineludible. El “mensaje” requiere respuestas. La de los padres, aún cuando sólo sea el castigo, es imprescindible. Es mejor que nada. Para un adolescente en pleno bache de rebeldía, que se comunica mediante conductas reprobables, sus acciones son palabras no dichas, su opinión ante el estado de las cosas. Por eso, lo peor es el silencio o la vista gorda. El rebelde sin causa no existe, detrás de su comportamiento se esconde la necesidad de expresar sentimientos: está incómodo, se golpea alocadamente con una vida que para otros resulta llevadera cuando no dichosa. Y emite, desesperadamente, señales para que le ayuden o, al menos, le atiendan.

Diferenciemos estas conductas con los comportamientos de un niño sociopático, que siempre ha tenido dificultades para distinguir entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo inaceptable. Crónicamente antisocial, no aprende de las consecuencias de sus actos. Son casos raros, pero pueden ocurrir en cualquier familia.

Y, ¿qué hacer?

Tanto la familia como la escuela, las autoridades y la sociedad misma, deben abordar el tema con la seriedad y responsabilidad que requiere. Las líneas que deberían inspirar la pedagogía de la tolerancia, la convivencia pacífica y el respeto, parten de una ética de convivencia, de educar para la socialización, mediante la cooperación, el juicio intelectual (conductas reflexivas) y la educación para la frustración. Desde que un niño tiene 2 ó 3 años, debe sentir, y saber, que hay pautas a su alrededor, que no es posible cumplir todos sus caprichos y que incluso algunas necesidades tendrán que esperar un tiempo para ser satisfechas. Habremos de enseñarles que los bienes se reparten con los otros niños, y asumir que eso les causará una decepción, para la que hay que educarles. La educación familiar y escolar debe ser rígida: todo no puede ser. Han que saber aceptar el no, y preguntar los porqués.

Y no deben tolerarse la burla o la falta de respeto al diferente (otras razas, físicos peculiares o muy poco agraciados; tímidos, con gafas o prótesis, “empollones”, mal vestidos…).

Deben cultivarse, en la familia y en la escuela, valores socializantes basados en compartir las cosas, el respeto a la diversidad de las personas y el aplazamiento en la satisfacción de necesidades y deseos de niños y jóvenes. Por eso resulta imprescindible que la escuela cuente con el apoyo casi incondicional de los padres, cuya primera actitud será no desautorizar a los enseñantes delante de los hijos; por mucho que no se compartan algunas de sus decisiones o estilos pedagógicos. Nadie aprobaría, y menos aún asumiría, un sistema de valores propuesto por una entidad desprestigiada y sin credibilidad. Y, a los docentes les convendría contar con el apoyo institucional necesario para que sus decisiones ante las actitudes antisociales fueran respaldadas por los padres y por la autoridad educativa.

Claves con las que familia y escuela pueden trabajar con niños y jóvenes:

  • La responsabilidad personal. Es una cualidad a potenciar, y supone que cada uno responde enteramente de sus actos, sin excusas, ni “ellos tuvieron la culpa”
  • Las relaciones sociales. Deben facilitar la percepción de que somos entes sociables; no estamos solos en este mundo y necesitamos entendernos con los demás.
  • Las normas hay que respetarlas. Deben asumirse como un necesario acotamiento de la libertad individual, para que esta pueda expresarse de verdad. Son conocidas, compartidas y respetadas por todos los miembros de la familia. Y por la comunidad escolar y de amigos.
  • La comunicación. Basada el la expresión personal y en la escucha, frena la aparición de las actitudes violentas. Saber comunicarse les ayuda a expresarse, a que se les entienda, y mejora su autoestima. Quien sabe comunicar lo que siente es difícil que recurra a opciones violentas para reivindicarse, darse a conocer o manifestar su rechazo ante cualquier situación.

Entre la familia y la escuela debe implantarse un panorama educativo basado en:

  • La responsabilidad personal. La cualidad que supone que cada cual responde suficientemente de sus actos, sin echar la culpa sistemáticamente a los demás.
  • Las relaciones sociales. Que faciliten la percepción práctica de que no estamos solos en este mundo.
  • El imperio de la ley. El respeto a las normas establecidas, conocidas y aceptadas por todos los que han decidido convivir.
  • La comunicación. Basada el ejercicio sensato de la expresión personal y la escucha. Para facilitar la comprensión de los demás, el poder expresar los problemas con palabras y retrasar la acción y las reacciones.