El "nido vacío", síndrome y oportunidad
Estamos hablando del síndrome del nido vacío, ese gris abismo de ausencias que se abre ante algunos padres (fundamentalmente, las madres) cuando los hijos abandonan el hogar en busca de la independencia y de forjarse su propia vida, normalmente creando a su vez una nueva familia lejos de la presencia (a veces, demasiado absorbente y posesiva) de los padres.
Esta marcha es ley de vida, y todos, padres e hijos, sabemos que alguna vez ocurrirá. pero ello no quita para que algunas madres hayan de recurrir a psicólogos para afrontar con alguna posibilidad de éxito esa crisis emocional que las invade cuando el motivo esencial de sus vidas, los hijos y sus inacabables problemas, se aleja del hogar familiar, dejándolo huérfano de vivencias, de interés, de alicientes. No aprendieron a disfrutar de la vida, a ser felices por sí mismas, a prestarse atención, a divertirse, a buscarse un tiempo de ocio y a llenarlo satisfactoriamente. Se creían (imbuidas del espíritu de sacrificio inculcado por sus madres) suficientemente realizadas en su trabajo hogareño, en la gestión de la familia, en atender a su marido, en educar a los hijos, en asesorarles y animarles en todo momento y muy especialmente, en ayudarles sin contraprestación alguna en los momentos críticos.
Cumplían la función que la sociedad les asignaba, asumían que su papel en el mundo era subsidiario, nunca principal. A buen seguro, muchas de estas amas de casa reflexionaron en más de una ocasión sobre el particular y se percataron de que este modus vivendi no las “llenaba” del todo, pero tiraban adelante: hay demasiadas cosas que hacer como para pensar en una misma, se decían. Y, ahora, cuando el marido está jubilado o casi, cuando los hijos desaparecen llevándose a otro lado sus problemas (al menos, los más cotidianos) y, en consecuencia, emerge el tiempo libre e incluso llega a abundar, algunas de estas abnegadas amas de casa se encuentran ante un descubrimiento desolador, quizá intuido pero nunca afrontado: no saben utilizar sus horas de ocio y, lo que, es peor, nada les agrada ni les motiva lo suficiente como para levantarse de la cama cada día con ilusión o al menos con ganas de hacer cosas. Han dejado de sentirse importantes o lo que es casi lo mismo para ellas, útiles. Y para esas madres que han vivido durante décadas sirviendo a los demás y dejando a un lado los intereses personales, esta situación supone un reto cuya superación requiere unas fuerzas y un estado de ánimo de los que frecuentemente carecen.
La familia, un ser muy vivo
La familia es como cualquier ser vivo: dinámica y cambiante. Y al igual que el individuo, atraviesa distintas fases en su desarrollo. Hablamos de los ciclos evolutivos o vitales de la familia (“Intervención familiar”, de K.Eia Asen y Peter Tomson. Ed. Paidós 1.997). Es necesario conocer estos ciclos para entender por qué nuestra familia sufre esas crisis, por otra parte tan normales e inevitables. Uno de esos momentos cruciales que viven los padres, cuyo sentido y significado conviene distinguir, es precisamente el de la emancipación de los hijos: una etapa nueva y muy especial para muchos padres, en la que en un principio se impone un sentimiento de extrañeza, vacío y soledad, que genera expresiones como “hay un silencio inhabitual”, “la casa está vacía”, o la más directa “falta algo”. Eso que falta, por supuesto, son los hijos. Han despegado, han delimitado su nuevo territorio, “han levantado el vuelo”. En esa etapa de nido vacío o periodo de contracción, la familia se reduce y los padres vuelven a quedarse solos, como hace ya muchos años pero envueltos en una relación diferente: ni las experiencias vividas ni el tiempo pasan en balde.
La fatiga física y mental, la inadecuación sexual, la depresión, el estrés laboral, la adicción al alcohol y a la nicotina son riesgos a los que se exponen los padres en estos momentos difíciles de la ausencia de los hijos. Si bien afecta tanto al padre como a la madre, ambos no viven de igual forma la salida de casa de los hijos. Este es un “choque” que repercute normalmente mucho más en la madre y muy en especial si es una ama de casa que no ha trabajado fuera del hogar. Son muchas horas de convivencia y toda una vida que se ha ido construyendo en torno a los hijos, a sus etapas evolutivas, a sus horarios, a sus necesidades, a sus estados emocionales, a sus éxitos y fracasos.
Además, la salida de los hijos del hogar supone no sólo el reconocimiento (ya no es un “niño-a”, “no es mi pequeño-a”), sino la asunción emocional de que los vástagos se han covertido en personas adultas y diferentes, que con su emancipación rompen definitivamente el cordón umbilical, para ejercer su derecho y su deseo de vivir como seres autónomos.
Ante el vacío físico y emocional que causa la marcha de los hijos, la madre ha de buscar algún nuevo eje para reestructurar y organizar su vida. Y, desde luego, asumir la maternidad desde un ángulo muy diferente. Entre otras cosas, porque más pronto que tarde se convertirá en abuela. Para evitar la caída en la soledad y el desánimo, esta etapa requiere respuestas prácticas y positivas. Si la salida del hogar ya suponía de por sí una crisis, hay que agregarle la influencia del motivo por el que salen y el cómo lo hacen: si queda el poso de unas buenas relaciones o el regusto amargo de la salida por una convivencia difícil. De todos modos, a pesar de que todas estas circunstancias reprecuten en cómo perciben y sienten los padres la marcha de los hijos, ese momento (cuando ya no queda ningún hijo en casa) significa un antes y un después para la vida de todas las familias. También ocurre que, en ocasiones, esta delicada situación hace emerger un problema aún mayor: una relación inestable, conflictiva, poco consolidada o incluso inexistente entre el padre y la madre, que se ha ido cubriendo, tapando, con la atención a las siempre absorbentes vivencias de los hijos. Y así, cuando éstos se ausentan del hogar, vuelven a estar solos, frente a frente el marido y la esposa. Con sus propios problemas.
Ahora bien, y todo hay que decirlo, en una relación equilibrada de pareja, el “nido vacío” es una expectativa que algunos padres llegan a anhelar, porque anuncia una etapa de más libertad en la que es posible retomar aficiones abandonadas o aspirar a nuevos objetivos. Puede percibirse en muchas parejas como una etapa de liberación, en especial cuando se ha demorado mucho la salida de los hijos del hogar, ya que la diferencia intergeneracional de costumbres e intereses propicia algunos roces o, cuando menos, una convivencia en escasa armonía.
Aprovechar la ocasión
Es un momento propicio para que los padres hagan una reevaluación de su matrimonio, llenen el “nido vacío” y desarrollen una relación distinta, de adulto a adulto, entre ellos y también con los ex-niños que se han ido de casa.
Como todo cambio de ciclo, supone dificultades, ya que en este camino hay que articular nuevos mecanismos de adaptación y ajuste. Pero seamos realistas: el éxito o fracaso de esta nueva fase se verá muy influido por lo que haya ocurrido en las precedentes. Virginia Satir propone una “lista de aprendizaje” sobre la competencia personal indispensable para atravesar con éxito cada ciclo vital. Es la que sigue:
- Diferenciación: distinguir entre tú y yo.
- Relaciones: saber conectarte contigo y con los demás.
- Autonomía: depender de mí mismo y ser distinto a los demás.
- Autoestima: sentimiento de valía personal.
- Poder: utilizar mi energía para iniciar y dirigir mi conducta.
- Productividad: manifestar la competencia.
- Capacidad para amar: ser compasivo, aceptar a los demás, dar y recibir afecto.
La sensación de pena que produce la marcha de los hijos del hogar puede ocultar que esta fase tiene aspectos positivos para los padres. Ahí van algunas sugerencias para enfocar con resolución y optimismo esta nueva etapa:
- Asumir que “nido vacío” significa ausencia de los hijos en nuestra vida cotidiana, pero también plenitud de espacio propio y exclusivo para el padre y la madre.
- La descendencia se fue y no vendrán más hijos, pero… la creatividad y empuje de una pareja revitalizada puede generar frutos de otra naturaleza, tan o más satisfactorios.
- Potenciemos el reencuentro con nuestra pareja, llenándolo de mimo, diálogo y relaciones amorosas y sexuales satisfactorias para ambos.
- Si hay dolor, seamos sinceros: hay que vivir con naturalidad el duelo de la pérdida.
- Manifestemos con palabras y compartamos sin silencios ni disimulos que a nada conducen, esos sentimientos de dolor, de soledad y de miedo ante la nueva andadura.
- Reconozcamos los aspectos positivos de lo que acaba de concluir y de la etapa que se abre.
- Ahora existen espacios abiertos a otras posibilidades. Retomemos aficiones arrinconadas y, si nos apetece, apuntémonos a nuevos hobbies y gustos.
- Distingamos lo que nos ocurre en esta etapa de otros síntomas que pueden llegar al mismo tiempo: la menopausia, la jubilación, el miedo a la muerte, … A cada cosa, lo suyo.
- Reorganicemos nuestro tiempo, de modo que dediquemos unas horas cada día al ejercicio físico, a las salidas y a entretenimientos diversos.
- Tenemos más tiempo libre: propiciemos los encuentros con las amistades, quizá un poco desatendidas porque había otros frentes (fundamentalmente, los hijos) a los que prestar atención.
- Hagamos que la fantasía, la ilusión, la risa y el buen humor nos acompañen en ese nido que, aunque hoy incompleto, sigue en pie y con mucha vida, toda la que le podamos insuflar.