Ante las desgracias, previsión
Al año pasado lo despedimos consternados por los muertos causados por los vientos huracanados que soportó nuestro país y Centroeuropa, y por la constatación de que las inundaciones causadas por el diluvio en Venezuela podrían haber originado la muerte de una aterradora cifra de seres humanos: 50.000 personas. Aunque parezca mentira, ya casi nos estamos acostumbrando a los desoladores efectos de las catástrofes naturales.
Repasemos algunos dramáticos hitos de un año especialmente trágico: inundaciones en Centroamérica, terremotos en Turquía, sudeste asiático y Grecia, ciclones y tifones en varios países del mundo, avalanchas de nieve en Austria y Suiza, … han ocasionado en 1999 unas pérdidas económicas y de vidas humanas que, en los países más gravemente afectados, costará décadas superar pero que, incluso en países afortunadamente menos asolados como el nuestro, deben movernos a más de una reflexión. Una de ellas, sin lugar a dudas, es la de la solidaridad. Estas catástrofes naturales son una oportunidad inigualable para demostrar a quien lo necesita, y a nosotros mismos, que compartimos en todo su significado la condición de seres humanos y que somos sensibles, que actuamos ante la desgracia ajena. Para ser solidarios, en suma.
Pero también, a nosotros, quienes tenemos la fortuna de sufrir sólo muy ocasionalmente estas catástrofes y en una medida muy menor a la que alcanza en otras latitudes, nos obliga a reflexionar si hacemos todo lo posible para que las repercusiones de este “enfurecimiento” de los elementos climatológicos sean menos dramáticas.
Aeropuertos que se cierran por una mera niebla, carreteras colapsadas por nevadas perfectamente previstas, inundaciones por lluvias en poco superiores a lo habitual, destrozos muy onerosos causados por vientos nada fuera de lo común, … ¿No podemos hacer nada más ante estas contingencias?, ¿hemos de resignarnos, cada año, a que estas desgracias aparentemente evitables causen tantos daños y molestias a los ciudadanos?.
Es sabido que nuestro país no destaca precisamente por el culto a la prevención ni por las disposiciones ambiciosas y coherentes en materia de seguridad, pero no podemos conformarnos con que las cosas sigan así. Como usuarios, debemos exigir a las autoridades, e incluso a las empresas, que asuman el reto que nos plantea una Naturaleza a la que es mejor comprender y conocer que entablarle una lucha caótica y desordenada, y siempre a posteriori.
No faltan medios tecnológicos ni financieros, sólo escasea la responsabilidad y la decisión, o mejor la convicción, de entender que la seguridad y los dispositivos que ella requiere son un elemento imprescindible en una sociedad que presume de moderna y opulenta como la nuestra. Esperemos que este nuevo año, tan simbólico, del 2000, y que nos apresuramos a desear feliz y próspero para todos, nos demuestre que, de una vez por todas, hemos aprendido la lección.
Improvisar o reaccionar rápidamente tras las desgracias no es suficiente. Hay que tomar medidas, realizar estudios y efectuar inversiones. Porque la seguridad, no lo olvidemos, es un coste, pero a su vez una necesidad, nunca un lujo.