Guillermo Echegaray, psicólogo

"Estamos creando niños consentidos"

1 enero de 2007

¿Por qué y cuándo hay que sopesar la conveniencia de acudir a un psicólogo?

Por lo general, cuando una persona toma la decisión de pedir ayuda para encauzar su vida o siente la necesidad de estar acompañado para resolver un problema lo hace como consecuencia de un detonante que le está advirtiendo de que algo no funciona, algo no va bien en su vida. Puede ser una ruptura, un duelo, un malestar o una depresión. Pero eso sólo es la punta de un iceberg cimentado en conflictos sin resolver. Un psicólogo ayuda a solucionar problemas haciendo de guía en su encuentro y en la puesta en marcha de soluciones. Un psicólogo no te dice lo que tienes que hacer, puede ayudar a hacerte preguntas y a acompañarte en el camino mientras las resuelves.

Se trata de confiar en una persona algo tan delicado como es el bienestar psicológico. ¿Cómo podemos tener la garantía de que el profesional puede ayudarnos?

El psicólogo no está libre de dificultades, conflictos e inmadurez, pero lo importante es que estas debilidades no influyan en el encuentro psicólogo-paciente, ni condicionen la terapia. Esto es clave para todos aquellos que trabajan ayudando a los demás. Sea cual sea la profesión, cada vez se hace más necesario facilitar espacios de diálogo mutuo entre profesionales en los que se supervise el propio trabajo. En el caso de los psicólogos hay que estar alerta y se trata de no acomodarse: el psicólogo no está inmunizado ante los problemas que ayuda a resolver y, a su vez, no puede convertirse en un ser impermeable al desarrollo psicológico de una sociedad y de sus conflictos.

En la actualidad, colegios, empresas, servicios públicos de salud y otras instituciones disponen de psicólogos para alumnos, trabajadores o pacientes. ¿Por qué esa necesidad? ¿Es preventiva o es facultativa?

Ambas a la vez. Tenemos que partir de la idea de que la estructura de la sociedad actual es líquida y los valores son menos sólidos. Antes, una persona sabía lo que tenía que hacer desde que tenía 18 años. Los roles sociales eran fijos: si eras mujer, encontrabas un novio, te casabas, cuidabas de los hijos y del hogar; si eras hombre, lograbas un trabajo, una mujer que te daba hijos y sabías cómo funcionar. Pero la sociedad actual se encuentra con estructuras y valores más numerosos y variados, que implica un aumento enorme de posibilidades que deriva en decisiones. Esto indudablemente deja a la persona más libre, pero también más confusa ante los pasos que debe dar en la vida.

Parece que muchas respuestas tienen su origen en la familia.

La familia es un sistema del que no podemos librarnos. No hablo de institución, hablo de sistema. Todos somos hijos de un padre y una madre, todos, y ese hecho lo llevamos inherente a nuestra persona y nos condiciona. Es algo que no depende de la voluntad, ni del conocimiento, ni de la educación, ni de factores externos. Es algo que llevamos inscrito en el interior. Cada persona tiene dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos. Venimos de un sitio. Este hecho repercute en nuestra vida más de lo que podemos pensar, y en ocasiones, más de lo que creemos que nos influye.

¿Y los hijos de familias monoparentales?

Tienen un padre biológico. Eso está inscrito en sus genes. Es algo que no puede negarse. Sucede también con los hijos adoptados: una fuerza profunda les lleva a buscar, de alguna manera, a sus padres biológicos.

¿Es consciente de que este pensamiento puede ser muy discutido, más ahora cuando comienzan a emerger nuevas formas de familia?

/imgs/20070101/img.entrevista.02.jpgUna cosa es cómo debe organizarse y reconocerse la familia como institución. Ahí no voy a entrar, no soy sociólogo ni político. Pero no se puede negar un hecho cierto y rigurosamente científico: el ser humano es resultado de la fecundación de un óvulo, pero de ese óvulo, no de otro; y de un espermatozoide, de ese espermatozoide y no de otro. Cada ser recibe 46 cromosomas, 23 de la madre y 23 del padre. A nivel psíquico la persona está insertada en ese origen. Lo conozca o no. Admitir esto y trabajar desde ello tiene que ver con la solución de muchos problemas.

¿En qué se traduce todo esto?

En principios. Los que son anteriores tienen preferencia sobre los que son posteriores. Los padres dan y los hijos toman. Los padres son grandes y los hijos pequeños. Dicho así puede resultar simple, pero en muchas ocasiones te encuentras problemas que tienen que ver con que los hijos se han creído superiores a los padres, o con que no se ha respetado que hubo alguien anterior que ocupó un determinado sitio en el sistema.

¿Por qué es tan importante la infancia en la psique de una persona?

Un niño lo absorbe todo. Conforme nos hacemos adultos, nuestras estructuras se vuelven más rígidas, pero la mente de un niño no tiene límites, está abierta. Los semiólogos afirman que un bebé está capacitado para poder pronunciar todos los sonidos de todas las lenguas del mundo. A medida que transcurren los días esta facultad queda limitada, y cuando cumpla cinco años le será bien difícil pronunciar perfectamente los sonidos de, digamos, el croata, si ésta no es su lengua materna. Algo parecido ocurre a nivel psicológico. El niño, cuando nace, puede absorber todos los mensajes y los impulsos. Esto le hace muy vulnerable, y por eso lo que sucede en la infancia tiene mucha más fuerza que lo que sucede cuando se es mayor.

En situaciones normales, un niño vive protegido por su familia, sus padres velan para que no haya problemas, ¿por qué estas dificultades son inevitables?

El niño desprende mucho amor hacia su familia, lo daría todo por sus padres. Eso le lleva a estar desprotegido ante la maldad y ante el dolor, voluntario o involuntario. No sabe salvaguardarse. Por ejemplo, antes de los ocho o diez años un niño es incapaz de elaborar un duelo. No tiene los recursos para llorar la pérdida de su padre o su madre, para conocerla y asumirla. Esto provoca que en la vida adulta aparezcan dificultades de muchos tipos. No es raro que padezca lo que se llama “el movimiento interrumpido hacia los padres”. Era tan duro aquello que vivió que es incapaz de acercarse interiormente al padre o la madre que murió. Cuando no puedes tener bien a tu padre o a tu madre en tu vida te falta una fuente vital esencial.

Dice que el niño daría todo por sus padres, ¿hasta qué edad es sano que esto suceda?

No es sano nunca, pero es así. El niño piensa: “por favor que no le pase nada a papá o a mamá, prefiero que me ocurra algo a mí, prefiero estar yo enfermo a que lo estén ellos”. El niño que mantiene ese pensamiento, que lo interioriza más allá de la infancia, altera los principios: se pone por encima de los padres, y no se ajusta al hecho de que los padres dan y los hijos toman. A veces sucede que un hijo o una hija decide no disfrutar de la vida como compensación a un problema. Mantienen aquella fórmula mágica que le sirvió de pequeño: “si se cura mamá, no saltare más encima del sillón”. La mamá se curaba. Y estas formulaciones son más habituales e influyen más de lo que pudiera pensarse. No estoy hablando de cosas raras ajenas a la vida cotidiana: un hijo o una hija en compensación decide no casarse, o fracasa en los estudios, o se da a la bebida. Es un tipo de compensación mágica extraña, porque no ayuda a nadie, pero se da. Por cierto, esto mismo sucede en las organizaciones empresariales.

Volvamos a la familia. ¿Cómo se mantiene el equilibrio padres-hijos cuando el niño crece?

En las familias hay dos conceptos que están íntimamente relacionados: la inocencia y la culpa. No acabamos de darnos cuenta del peso que ambos tienen en nuestra manera de vivir en los grupos y, en concreto, en la familia. Cuando pertenecemos a un grupo lo hacemos con un profundo sentido de inocencia. No hablo de inocencia y culpa en un sentido moral. Es algo distinto. Pensemos en el adolescente que fuma. Con respecto al grupo de adolescentes que fuma ese chico se sentirá inocente; pero de cara a sus padres que ven el peligro de fumar se sentirá culpable. No fumar en medio de un grupo de adolescentes fumadores significa de alguna manera traicionarlos. Un hijo siempre quiere preservar su inocencia ante sus padres, pero manteniéndose inocente no crece. Crecer siempre significa, de alguna manera, hacerte culpable: no responder a expectativas, frustrar deseos, independizarte… Al final, siempre se darán situaciones que generan daño.

¿Tanto miedo se tiene a sentir dolor?

Más que del dolor, esta sociedad maneja muy mal la frustración. Aunque quede mal decirlo determinada psicología de la autoestima está siendo perjudicial. Creer que a un niño no se le puede frustrar porque se le puede herir en su autoestima lleva, a veces, a evitarle cualquier sufrimiento y a no enfrentarle a su responsabilidad. Esto genera niños débiles e incapaces de superar los obstáculos. Estamos creando niños consentidos y cuando crecen quieren seguir estando consentidos. Si a esto se suma cierto celo excesivo en los primeros años de la vida el resultado es una situación artificial de protección. Es inevitable que un niño sufra desencuentros, frustraciones, correcciones. Es la vida.

¿Cómo se les ayuda entonces a crecer felices?

Estando con ellos y queriéndoles. A ellos, a lo que son, desde nosotros, desde lo que somos. Si los padres y madres lo hicieran todo perfecto, cumplieran sin errores un guión ideal, crearían marionetas que se mueven por hilos. Hay que equivocarse y sufrir porque esto proporciona el elemento de superación.