Una discusión nunca debe ser una guerra
Para abordar el tema que hoy tratamos, utilizaremos dos términos muy en boga: la empatía, o capacidad de situarnos en la piel del otro, y la asertividad, mediante la cual conseguimos trasmitir claramente nuestras opiniones, incluso las menos aceptadas por los demás, sin que hieran a nadie ni supongan agravio ni menoscabo para nuestros interlocutores.
Merece la pena que todos dediquemos el mejor de nuestros esfuerzo a la tarea (dura y ardua como pocas) de convertirnos en personas un poco más asertivas y empáticas. No somos pocos quienes, con más frecuencia de la deseable, nos levantamos de la cama pensando: “ayer volví a pasarme, discutí como un loco, me puse a mil y perdí el control. Y lo peor de todo es que lo que estábamos discutiendo no era tan importante; desde luego, mucho menos que la amistad que mantengo con quien me enfrenté a grito limpio”. A veces nos escudamos en que habíamos bebido un poco, en que estábamos algo cansados ,o nerviosos por el estrés del trabajo, los problemas con los niños o con el cónyuge, o por cualquier otra razón.
Pero, si somos francos con nosotros mismos, acabamos reprendiéndonos, por una sencilla razón: casi nunca merece la pena enfadarse. Podemos decir lo que pensamos educada y equilibradamente, sin agredir a nadie ni molestar. Y todo ello, naturalmente, sin ceder en lo que consideramos fundamental. Pero nos pierden los modos, los nervios, los gestos, la excitación del momento, la personalidad difícil del interlocutor, … Son, efectivamente, muchas cosas, pero la mayoría de ellas pueden controlarse y evitar, así, que las (a veces inevitables) discusiones nos lleven a donde no queremos.
Una primera constatación útil es que resulta muy difícil convencer a los demás. Y la segunda, que en la mayoría de las ocasiones no es tan importante conseguirlo. Lo que sí reviste trascendencia es que podamos expresar y defender nuestras ideas y posiciones ante lo que se discute. Que se nos atienda y se nos entienda. En ocasiones, merece la pena discutir, ya que nos llega de nuestras entrañas la señal de que hemos de que nuestra razón debe ser oída y contrastada.
Es muy humana la necesidad de mostrarnos, y de hacer saber a los demás el lugar que ocupamos en el mundo. Porque tan sólo quien se expresa existe de verdad y (de vez en cuando, al menos) habremos de corroborar nuestra propia existencia. Partamos de una premisa básica, que guiará nuestra interacción con los demás: el hecho de que tengamos nuestra razón no equivale a que tengamos la razón. Ejercer la libertad de expresión nos debe conducir a respetar que la persona a quien hablamos tiene derecho a emitir sus opiniones, a defenderlas y a que sean escuchadas.
Por qué nos enfadamos
A nada que nos paremos a pensar y “rebobinemos” un poco, comprobaremos que, con frecuencia, el principal motivo del enfrentamiento no es tanto lo que decimos sino el cómo lo hacemos: la entonación y volumen de la voz, la rapidez en la dicción, las posturas corporales del hablante, su expresión facial y los gestos de todo tipo, pueden contribuir a sacar de quicio lo que era una simple conversación. Hace ya décadas que se habla de la importancia del lenguaje no verbal: lo que expresa nuestro cuerpo (miedo, sorpresa, indignación, nervios, buen humor, preocupación, tristeza, interés, dolor, prepotencia, enfado, rabia, agresividad se transmiten también mediante el lenguaje no verbal). De ahí la importancia de que los dos tipos de comunicación se acompasen y se muestren coherentes. Cuando decimos una cosa y sentimos otra (salvo que sepamos actuar) nuestro envase, el cuerpo, nos delata. Por ello (y por otras razones de peso) seamos, en la medida de lo posible, sinceros.
Rompamos ahora una lanza en favor de la confrontación de pareceres: no rechacemos, de entrada, la discusión. “Total, no le voy a convencer” argumentan los pusilánimes e incluso algunos cínicos, o “para qué esforzarme en explicar lo que pienso, si da igual”. Pues porque vivimos en sociedad, y porque la comunicación es una de las funciones que nos convierte en personas. Expresarnos con libertad y convicción, aunque genere alguna que otra discusión, da fe de que vivimos, de que pensamos, de que sentimos, de que somos diferentes. Y, quizá lo más importante, exponer abiertamente nuestras ideas transmite al exterior la siempre feliz noticia de que nos interesa lo que piensan y sienten los demás.
La importancia del contexto
Nuestros diálogos discurren impregnados de emociones y sensaciones, porque la comunicación se da entre seres vivos que aman y odian, disfrutan y sufren, ríen y lloran, atraviesan buenas y malas épocas. No se trata de un entendimiento entre máquinas, sino de conversaciones entre entidades vulnerables, distintas y cambiantes. Especialmente, cuando la charla aborda temas “sensibles”, como las creencias más íntimas (que en unos puede afectar a la religión o la política, y en otros la familia, el uso de drogas, el trabajo, el fútbol, la educación de los hijos, la obsesión por la limpieza, …) o cuestiones polémicas del más diverso contenido. En estas discusiones que nos “tocan el alma” resulta difícil controlar las emociones. Y directamente imposible, actuar de modo empático y asertivo. Pero algo hemos de hacer para evitar que los sentimientos y el impulso del momento nos venzan y surjan las emociones agresivamente, arrollándolo todo a su paso, incluso las posiciones que con tanto esfuerzo intentamos defender en nuestra lucha dialéctica.
Ahora bien, no se trata de ocultar los sentimientos o el lenguaje no verbal, sino de vehicularlos de modo que refuercen nuestras ideas y sin que menoscaben las de los demás ni hieran su sensibilidad. Cierto: es fácil decirlo, pero muy difícil trasladarlo a la realidad.
Nunca un enemigo
Cuando otras personas no participan de nuestra opinión o forma de ver las cosas, podemos llegar a percibirlas como a un enemigo al que vencemos o nos derrota. Con este esquema, adoptamos una actitud de guerra en la que asimismo nos quedan sólo dos alternativas: mantenernos a la defensiva o pasar al ataque. Estas dualidades tan simplistas reducen el terreno, simplifican la lucha de ideas, remarcan las diferencias y alejan los puntos en común. Además, arruinan los matices y nos obligan a depender de lo que haga o diga la otra persona. Las respuestas ,normalmente, acaban tiñéndose de agresividad. Al contrario, si la discusión nos la planteamos desde nuestro propio equilibrio personal, ubicaremos mejor nuestra posición, sentimientos, pensamientos y actitudes respecto de lo que se discute; y nos expresaremos precisamente desde ahí, y desde la asunción de mis capacidades y limitaciones. Salir de mí, sin abandonarme pero sin querer abarcar el lugar del otro, sin pretender cambiar sus opiniones o sus modos de sentir, propiciará una discusión fértil, que sirve para enriquecer la relación con el interlocutor y no para destruirla.
- El respeto hacia los demás es imprescindible, pero lo es también el respeto hacia nosotros mismos: quien al hablar obvia sistemáticamente lo que siente y no atiende a sus sentimientos o emociones, deja de respetarse.
- Nuestra posición de “no quiero que me cambies” nos obliga a aceptar la de “no quiero cambiarte”. Desde aquí estableceremos una relación enriquecedora y basada en la realidad.
- Los peores hábitos para unas relaciones enriquecedoras y satisfactorias son: la intransigencia, el llevar las cosas a los extremos, el maniqueismo, la visceralidad, el dramatismo, primar los aspectos negativos, y, sobre todo, querer ganar siempre, tener siempre la razón.
- Discutir sin irritarnos nos evita malos ratos (la discusión no me desquicia ni me hace sufrir, vivo las emociones de forma controlada y serena) y favorece la relación social. Al final, hay que convivir. Necesitamos de la convivencia, también en un espacio de diferencias de opinión, de sentimientos y de posicionamientos ante la vida. Es más lo que nos une que lo que nos separa.
- No hay fatalismo que valga. Podemos cambiar, y mejorar mucho como personas. Somos inteligentes y capaces de evolucionar, de aprender nuevas formas de estar y de ser. No sirven posturas como “cada uno es como es”, o “eso va con el carácter”.
- Utilicemos nuestra capacidad de pensar, disciplinándonos en nuestra forma de interpretar la realidad. Una discusión es una confrontación de pareceres, no una guerra. Si el otro me ataca, estará emocionalmente mal para necesitar hacerme daño. Todos nos comportamos en función de las circunstancias, intentemos comprender las que rodean al otro. Y también las que nos condicionan a nosotros.
- Usemos nuestros recursos corporales: en las discusiones, no aparquemos el cuerpo, nos puede ayudar a procesar las emociones. Respiremos profundamente antes, durante y después de la confrontación. Relajémonos muscular y mentalmente. Todo esto ayuda a que el cuerpo sea un aliado y el inductor de reacciones emocionales proporcionadas.