¿Un derecho, una meta o un simple sueño?
“Cuéntame, cómo te ha ido, si has conocido la felicidad” preguntaba el estribillo de una popular canción de los primeros años 70. Es en esta época cuando comienza a hablarse de la felicidad como meta que da sentido a la vida. No se baraja tanto la querencia y el derecho del ser humano a la felicidad como premio a un denodado empeño o a las buenas obras realizadas, sino como la casi obligatoriedad de ser feliz de vivir en un estado placentero permanente. No vamos a reflexionar aquí sobre cuestiones conceptuales elevadas, de índole filosófica o ética. Partamos, simplemente, de un principio: tenemos derecho a ser felices y el deber, como personas inteligentes, sensibles y sociables que somos, de encaminar nuestra vida por un camino que nos depare más satisfacciones que disgustos.
Pero la felicidad, como estado objetivo de vida, no existe. Es abstracta, subjetiva y personal si bien en nuestra civilización occidental podemos enumerar unos elementos básicos que se requieren para ser feliz: buena salud, un trabajo satisfactorio, una rica vida amorosa, afectiva y familiar, amigos que nos “llenen”, tiempo y posibilidad para desarrollar nuestras aficiones, buena situación económica, bienestar psicológico y emocional… E independientemente de que nos guste que también a los demás las cosas les vayan bien, especialmente a nuestros seres queridos, percibir que nos aprecian como personas, en suma, que nos aman, nos respetan y nos comprenden, ayuda mucho a que nos sintamos felices. Lo que varía, sin duda, es la importancia que cada uno de nosotros concedemos a estos apartados.
Una búsqueda inútil
Hay personas que malgastan sus vidas en una constante y estéril búsqueda de la felicidad como estado cuasipermanente, con la quimérica ilusión de que algún día la encontrarán. Pero la felicidad es, normalmente, una situación pasajera que se nos escabulle a la mínima y sin avisar. Dominados por ese objetivo de la felicidad absoluta y permanente, algunas personas, pese a que tienen motivos reales para sentirse razonablemente bien, entienden que debe mejorar su situación porque viven en la convicción de que hay un estadio superior, más intenso y satisfactorio, que otros individuos han alcanzado. Pero, una vez más, la comparación con los demás, lejos de depararnos algo bueno, tiende a sumirnos en la insatisfacción. En última instancia, la disyuntiva es ser conformistas o ambiciosos, y como casi siempre, lo razonable está en el término medio. No debemos dejar de luchar para mejorar nuestro bienestar, ya sea material o emocional, pero hemos de saber apreciar lo ya conseguido.
Los especialistas aseguran que consciente o inconscientemente percibimos que en algún momento de nuestra vida hemos alcanzado ese estado que asociamos a la felicidad, y que deseamos volver a revivirlo. La teoría del psicoanálisis, por ejemplo, indica que ese gran momento está relacionado con la satisfacción que sentimos cuando al tener hambre por primera vez, la leche materna nos satisfizo. Según esta corriente psicológica, conocida esa vivencia de plenitud ansiamos reproducirla el resto de nuestra vida. Otra explicación, más espiritual que científica, es la de que llevamos grabada en nuestro código genético una cierta idea del paraíso. Cualquiera que sea la argumentación a que nos acojamos, buscamos algo que en un determinado momento hemos experimentado pero no conocemos del todo.
En resumen, lo conveniente es dejar de buscar ese imposible idealizado, porque no lo vamos a encontrar. La felicidad no el resultado de una búsqueda ni, menos aún, del azar.
¿Meta o entelequia?
Ser feliz no es una entelequia, una creación intelectual o cultural con difícil referente objetivo. Es una aspiración inherente al ser humano, que cada persona debe trabajar y cultivar individualmente. Es un derecho y, en cierto modo, un deber de cada uno de nosotros. Porque ser infeliz equivale a vivir contranatura. Pero ser feliz no es disfrutar de una alegría constante, sino percibirnos involucrados en cada detalle de nuestras vidas, conectados con la emoción que nos suscita cada momento, atendiendo a lo que nos está ocurriendo y dando respuesta a la situación, sintonizando con lo que nos rodea. En otras palabras, vivir y disfrutar el aquí y ahora.
Así, deberíamos saltar a otro estadio, pasar a hablar de momentos felices, de instantes de placer, bienestar, alegría, satisfacción con uno mismo, por algún logro conseguido tras el esfuerzo previo realizado. Y es que los mejores momentos de nuestra vida no son forzosamente los receptivos o relajados . Suelen llegar cuando mente y cuerpo al unísono llegan a su límite de esfuerzo para conseguir algo que valoramos mucho. Un momento feliz, una experiencia óptima, es algo que hacemos que nos suceda. Los auténticos instantes de gozo, ricos en serenidad y paz interior, no se deben normalmente a acontecimientos externos. La vida es larga, compleja y diversa y en ella caben momentos de fastidio, malhumor, preocupación, dolor, amor, alegría, placer, gozo… una lista interminable de sensaciones, sentimientos y emociones. Olvidémonos de la felicidad como abstracto y concretémosla en su instante. Ahora bien, conseguir saborearla depende, como veíamos anteriormente, de nuestra actitud ante la vida
Seamos positivos
Las personas con una actitud positiva ante la vida sufren y padecen las vicisitudes desagradables de quienes muestran una actitud negativa, pero con la diferencia de que los primeros actúan eficazmente en la resolución de sus problemas mientras que los segundos se conduelen y bloquean.
Es precisamente esta actitud positiva lo que hace que un acontecimiento negativo no nos impida vivir con plenitud. Las preocupaciones, el malhumor, la rabia, las enfermedades propias o de nuestros seres queridos, los problemas económicos, la fatiga, las frustraciones vocacionales, los conflictos con la pareja o con los hijos o con la gente que se empeña en amargarnos la vida, siempre van a estar ahí. Pero actuando con espíritu positivo, podremos pensar y buscar soluciones con mayores probabilidades de éxito. En definitiva, se sobrelleva mucho mejor el conflicto.
Las dificultades existen y esta sociedad tan competitiva en que vivimos nos invita permanentemente a elevar el listón de la exigencia e indirectamente a no sentirnos felices, aunque paradójicamente casi se nos obligue a serlo, siempre que no queramos ubicarnos en ese nicho de marginación que ocupan los “fracasados”. Una actitud positiva no es sinónimo de felicidad, sino de ejecución eficaz: vivamos los momentos de malestar sin desesperarnos, sin culpabilizarnos ni culpar a los otros y sobre todo, sin paralizarnos.
Esta actitud positiva nos ayuda también a disfrutar de los momentos felices y a abrirnos al mundo que nos rodea, promueve la escucha activa y participativa. Y nos anima a la disposición a compartir desde la vulnerabilidad, a aceptar el riesgo y a sentir y amar. Si tuviéramos que asociar estos momentos felices con alguna emoción específica , sería con la pasión. Entendida como apasionarse con las cosas que hacemos y vivimos, sentirlas como creación propia, valorarlas y enorgullecernos de ellos.
La persona que se sabe feliz sabe que la desgracia es una posibilidad, mientras que la felicidad es una elección. Si apostamos porque en nuestra vida estén presentes el máximo de momentos felices, nos vendrá bien:
- Aceptarnos como somos y confiar en nosotros mismos.
- Actitud positiva ante la vida.
- Habilidades sociales y de comunicación.
- Afrontar con realismo y buena actitud cada situación en que nos encontramos.
- Expresar y vivir nuestros sentimientos y emociones
- Consciencia de vivir y disfrutar cada instante.
- Ganas de jugar, reír, descubrir y transgredir algunos límites de lo convencional.
- Alegrarnos con lo que tenemos y entusiasmarnos en nuevos proyectos.
- Estar orgullosos de nosotros y de lo que hemos sido capaces de conseguir.
- Cuidarnos, valorarnos y apasionarnos con la aventura de vivir.