El Yo Solidario

Cooperar, mejor que ayudar ocasionalmente

¿No es contradictorio que en un contexto de sacralización de lo individual, de la competitividad y de veneración del dinero y el éxito rápido a costa de lo que sea aumente cada año la solidaridad que mostramos a nivel personal con los desfavorecidos de todo el planeta?
1 abril de 1999
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Cooperar, mejor que ayudar ocasionalmente

A pesar de que vivamos en un mundo estructuralmente injusto, en el que el 15% de la población mundial consume el 85% de los bienes existentes, la solidaridad está muy en boga.

Buscando alguna respuesta, podríamos argumentar que el conocimiento inmediato que tenemos hoy (con la ayuda de los cada vez más rápidos medios de comunicación) de las grandes tragedias humanas inocula en nuestras entrañas ciertas preguntas que, de puro lacerantes, movilizan nuestras acomodadas conciencias. Pero, sin duda, otro elemento que propicia la solidaridad es la proliferación de organizaciones no gubernamentales (ONG), que promueven sin desmayo campañas de intervención urgente y proyectos de desarrollo en apoyo de los millones de afectados por tanto desastre natural y tantas guerras que arruinan la vida y las expectativas de millones de seres humanos.

Pero estas oleadas de solidaridad, a pesar de su importancia, distan mucho de ser masivas: el 80% de los españoles reconoce no colaborar (ni con trabajo ni con dinero) en ONG alguna, tal y como puso de manifiesto la encuesta inédita que publicó CONSUMER en su número de diciembre de 1998. Efectivamente, las acciones solidarias que surgen como respuesta a tragedias concretas tienen en la inconstancia su aspecto negativo.

La mayor parte de la ciudadanía sólo actúa ocasionalmente y movida por un resorte automático articulado por las imágenes de TV, cuando en realidad cada minuto que pasa es testigo de tragedias humanas, próximas o muy lejanas en lo geográfico, que parecen no existir a los ojos de la sociedad.

Aquí también hay marginados

El Cuarto Mundo es ese círculo de pobreza que se consolida en nuestras calles, en el interior de esta sociedad presuntamente desarrollada. Los excluidos (parados sin expectativas de conseguir empleo, pobres, toxicómanos, gente sin techo, ancianos sin recursos ni familiares que los atiendan, …) conforman el grupo de los sin voz, de los desplazados, de los poco o nada influyentes.

De forma anónima y sin alardes reivindicativos, agonizan carentes de oportunidades y hacen delante de nuestras propias narices. Sus problemas, por acuciantes que les resulten, no son asumidos suficientemente por el resto de la sociedad ni constituyen noticia para los medios de comunicación. Es algo que asumimos como inevitable. Pero son seres humanos que -como las víctimas de guerras o desastres naturales- necesitan ayuda. La solidaridad, recapacitemos sobre ello, no puede ser eventual.

Ha de convertirse en una actitud que genera hechos cotidianos que alivian males concretos y, de paso, recuerdan a los desfavorecidos que sus padecimientos son, al menos en parte, también de quienes tienen la suerte de no sufrirlos. El egoísmo y la insensibilidad por lo que ocurre detrás de mi puerta, reconozcámoslo, resulta muy coherente con el mundo en que vivimos.

Hay que sobrevivir: compitamos

Quien no se suma a la carrera queda excluido. El trayecto es largo y no hay billete para todos. El mensaje imperante es “intenta ser tú uno de los pocos que lo consigan”, de ahí que los compañeros de estudios o de trabajo sean considerados demasiadas veces como rivales. Esto prima una actitud individualista y solitaria, que marca nuestra forma de estar en el mundo. Pero, a pesar de todo, surgen hermosos gestos de solidaridad, incluso en quienes compiten a codazos por ese estatus social que parece proporcionar “categoría” a la gente. A estos individuos instalados en la élite económica que realizan gestos solidarios se les acusa de que sólo intentan tranquilizar su conciencia. Y puede que así sea, pero puede que todos los que realizamos actos ocasionales de ayuda humanitaria lo hagamos para compensar las insatisfacciones que depara ese egocentrismo tan contradictorio con nuestro más íntimo sistema de valores. Pero no critiquemos, investiguemos nuestras propias conductas.

¿Quién no se ha preguntado alguna vez cómo podemos gastar sin remordimiento alguno miles y miles de pesetas por un viaje de placer, una comida pantagruélica o una prenda de vestir de lujo sabiendo que ese dinero salvaría de la muerte a decenas de personas o, en su caso, permitiría asegurar su salud y desarrollo económico durante varios años? ¿Qué contradicción se produce en quienes vivimos de espaldas a la tragedia humana cotidiana y reaccionamos con celeridad ante una llamada de SOS como la del huracán Mitch o el genocidio de Ruanda?

¿Qué nos impulsa a ser solidarios?

El ser humano es incoherente y contradictorio. Somos capaces, como conjunto y como individuos, de lo mejor y de lo peor. La mayoría somos cotidianamente egoístas y ocasionalmente solidarios. Es la necesidad, tantas veces insatisfecha, de dar una oportunidad a que mi yo crezca en su dimensión social. Pero sepamos que si los desfavorecidos y los excluidos nos necesitan, también los necesitamos nosotros a ellos. Les facilitamos medios materiales, pero ellos nos brindan la oportunidad de desarrollar nuestra dimensión social, de sentirnos humanos. Y ayudan a que nos cuestionemos esta vida nuestra, tan individualista. La solidaridad es una actitud a cultivar si queremos que nuestro yo crezca en plenitud. Pero no lo conseguiremos hasta que se convierta en cooperación, algo muy distinto de la ayuda humanitaria ocasional y de la caridad.

Cooperar nos lleva al convencimiento de que los desfavorecidos deben ser agentes de su propio desarrollo y, por lo tanto, deben participar en su proceso de emancipación. Cooperar significa actuar organizada y permanentemente, sin esperar a las catástrofes. Para eso tenemos a las ONG.

Las hay de todos los tipos, aunque hoy hablemos fundamentalmente de las que intentan paliar los problemas de marginación social en nuestro ámbito cercano y el infradesarrollo en los países del Tercer Mundo. Lo importante es que nos sumemos a las que resulten más próximas a nuestras inquietudes o a aquellas en las que podamos implicarnos de una forma más activa que dando un poco de nuestro dinero. Por ejemplo, ofreciendo nuestro tiempo o nuestras habilidades personales o profesionales.

Solidaridad: actitudes a cultivar
  • Abrir ojos y oídos a los problemas ajenos, aunque nos resulten desagradables.
  • Preguntarse el porqué de la marginación social y de las tragedias humanas. Analizar, juzgar, opinar e implicarse sería el proceso más lógico y coherente. Situarse al margen sólo contribuirá a que nos sintamos aislados dentro de nuestra campana de cristal.
  • Hay muchas formas de cooperar, de caminar hombro con hombro. Las ONG esperan cualquier aportación. Recordemos que la más importante no siempre es el dinero.
  • Sin los excluidos no hay desarrollo, porque quienes disfrutan de bienestar material no estarán plenamente desarrollados si faltan a la mesa mundial el 85% de los seres humanos.
  • Lo definitivo, lo que queda al final, es lo humano, la satisfacción de haber sido persona con otras personas. El dinero ayuda a la felicidad pero sobran casos que demuestran que no lo es todo. La satisfacción auténtica la produce ser rico en amigos, en proximidades y en afectos.
  • Somos menos humanos, menos personas, si los otros no cuentan para nosotros.
  • “Yo soy yo y mis circunstancias” decía Ortega. Y mi circunstancia más significativa son los otros. Si ellos no están en mi vida, yo soy una realidad amputada.