Cuando sucede algo negativo, tendemos a buscar culpables. Hasta tal punto se da esa tendencia que se pueden clasificar los tipos de personalidad según se reacciona ante las frustraciones: quienes sistemáticamente se autoinculpan de lo que sucede, quienes piensan que la culpa siempre la tienen los demás y, por último, quienes no echan la culpa a nadie, bien porque no entran a juzgar o porque no le otorgan excesiva importancia a los contratiempos que la vida nos depara.
Ante el fracaso, conviene preguntarnos el "porqué" en lugar del "quién"
Las reacciones de autoinculpación provocan en el individuo un estado de ansiedad cuyo origen podemos encontrarlo en sistemas de educación rígidos. La familia, la escuela o el medio social han estado tradicionalmente cargados de leyes y normas de conducta regidas por el miedo al castigo. Así, hemos ido interiorizando paulatinamente este catálogo represivo hasta que terminan constituyendo parte de nuestra personalidad. Es como un juez o policía que llevamos dentro y que actúa imponiéndose a la espontaneidad de la acción y del pensamiento. Las personas con este sentimiento de culpa se llenan de obligaciones aunque éstas no les correspondan. Son extremadamente escrupulosos y exigentes a la hora de enjuiciarse y viven pendientes de que el castigo o la sanción pueda caer sobre ellos.
Por otro lado, las reacciones que sistemáticamente inculpan a otros de todo lo negativo que sucede se deben a que el individuo no soporta la carga de la propia responsabilidad cuando surgen las frustraciones, y dirige a los demás la sensación de culpa. Es una forma de liberación que los demás perciben como una conducta agresiva, pero que revela la incapacidad del individuo para criticarse de forma objetiva y serena. El origen de estas conductas está en estilos de educación permisivos en los que la persona no ha experimentado los límites de su conducta ni las consecuencias de sus errores. Sucede frecuentemente en familias en los que la autoridad de padres y adultos y el respeto a unas ciertas normas de convivencia han sido mal o insuficientemente trabajados con los niños y adolescentes. La educación en libertad y responsabilidad es nuestra asignatura pendiente.
Y la actitud de reaccionar ante las malas noticias no echando la culpa a nadie se asocia a dos tipos de perfil: quienes mantienen actitudes frívolas y no le dan importancia a nada y, por otra parte, quienes mostrándose responsables y conscientes, optan por no teñir las relaciones interpersonales de sentimientos de culpa para evitar la negatividad que ello acarrea.
Perjudica las relaciones
Quien por sistema adjudica las culpas a los demás resulta tan cargante que no tarda tiempo en verse aislado y evitado por todo el mundo, salvo cuando ostenta poder sobre su entorno y es, por ello, temido, lo que en absoluto favorece las relaciones sociales de esa persona poderosa. Estos individuos se tienen por tan perfectos que resulta desagradable permanecer junto a ellas. Pero esta actitud, tan visible cuando es protagonizada por otras personas, puede pasarnos desapercibida si somos nosotros quienes la adoptamos. Por eso resulta útil reflexionar sobre nuestra capacidad de autocrítica, y someternos a la crítica ajena con espíritu de mejora. Defendernos por sistema es poco provechoso para nuestro progreso personal y nos distancia de los demás.
En el otro extremo, quienes se autoinculpan de los fracasos, ya propios ya ajenos, sufren en las relaciones sociales porque perciben a los demás como superiores o como irresponsables. Y pueden terminar haciéndose demasiado exigentes con los demás, al ser percibido el entorno como moralmente menos escrupuloso que uno mismo. Para terminar, excluir los sentimientos de culpa es casi siempre positivo. Cuando se produce un conflicto deviene improductivo buscar culpables. Si se echa la culpa al otro pueden acentuarse sus sentimientos de culpa, especialmente si es débil, con lo cual contribuimos a destruirlo. Y pueden asimismo darse respuestas simétricas, por lo que nos veremos en un “más de lo mismo” o en “el cuento de nunca acabar” con lo cual llegar a la solución al conflicto será muy difícil. Siempre es más útil plantearse qué parte de responsabilidad corresponde a cada uno en la búsqueda de soluciones (y no sólo en el origen del problema), y actuar posteriormente en consecuencia
Liberarnos de los sentimientos de culpa
Muchas de las frustraciones que originan los sentimientos de culpa se producen porque se tiene una idea de nuestra capacidad o de la de los demás, que, por excesivamente optimista, no se atiene a lo real. Por tanto, la primera estrategia para combatir el sentimiento de culpa es cultivar el sentido de la realidad, lo que supone aceptar, aunque resulte doloroso, qué y quién es cada uno. Para ello, es necesario trabajar la autocrítica mediante la reflexión y tomando en consideración las observaciones que nos hacen las personas que nos manifiestan más afecto y confianza. Determinaremos así las causas de las situaciones conflictivas para aprender de los fracasos y no volver a cometer esos o similares errores.
El objetivo es doble: el esclarecimiento de la situación y la desactivación del proceso de adjudicación de culpas. Lo inteligente y provechoso es identificar los errores, reconocer la causa, asumir la responsabilidad cuando nos compete y, ya después, tomar medidas para rectificarlos y para no volver a caer en la misma piedra. Limitarnos a sentir culpa es como encadenarnos de por vida por lo que ocurrió en el pasado, lo que conduce a un estado de ansiedad que puede derivar en depresiones. Sentir culpa sólo resultará útil cuando esta sensación pueda convertirse en acción. Cuando se aceptan los errores sin sentir un fracaso definitivo y paralizante, el error puede percibirse como una oportunidad de aprendizaje, como una fuente de información de qué cosas van bien y cuáles no. Se trata de un proceso de autoaceptación y mejora que genera autoestima, de aprender a querernos a partir de un diagnóstico certero sobre nuestras acciones menos logradas y nuestras posibilidades de intervenir sobre ellas. Respecto a la culpa que podemos sentir por los errores ajenos, conviene plantearse si uno es responsable (o en qué medida lo es) de las vidas de los demás.
Cada uno tiene su propio periplo vital y debe asumir su responsabilidad sobre lo que en ese viaje acontece. Estos sentimientos de culpa por los demás parten del convencimiento íntimo de que ellos dependen de nosotros. Es como si a partir de esa vinculación se hubiera establecido una dominación. Permitir a la otra persona vivir su vida nos permite a cada uno vivir la nuestra del mismo modo, con libertad y responsabilidad. Quienes viven a nuestro alrededor van a desarrollarse incluso a pesar de nosotros, sin una ayuda, la nuestra, que pueden percibir como agobiante. Es un alivio comprobar que uno no tiene toda la responsabilidad en lo que a otros les suceda, pero hay que saber asumir esa soledad que podemos sentir cuando aceptamos que los demás vivan sin depender de nuestros juicios y opiniones.
- Identificar los sentimientos de culpa. Analizar en qué situaciones sobrevienen.
- Aceptarlos como normales y pensar que son comprensibles. Al reconocer y aceptar estos sentimientos de culpa, resulta más fácil expresarlos y combatirlos
- Expresar los sentimientos de culpa. Hablar con otras personas (si es necesario, con profesionales) del tema puede ayudar a aliviar este pernicioso sentimiento.
- Analizar sus causas. Buscar las razones de estos sentimientos puede contribuir a hacerlos más comprensibles y aceptables.
- Reconocer nuestros propios límites.
- Aprender a dejar vivir a los demás.