Vacaciones: ¿para qué?
Pero en verano es distinto, y las expectativas que nos hacemos sobre nuestro tiempo de ocio son mucho más ambiciosas. El problema es que, frecuentemente, estas ilusiones se ven defraudadas. Porque casi todos sabemos sacar rendimiento a las escasas horas libres de cada día, o incluso de cada fin de semana. A fin de cuentas, pasan tan fugazmente…
En épocas no lejanas, el concepto de ocio iba ligado al de la producción. El descanso se percibía como un simple medio para recuperar fuerzas y seguir trabajando. Hoy, el escenario de nuestras vidas ha cambiado y trabajamos, además de para satisfacer las necesidades elementales (vivienda, vestido, alimentación, educación, salud), para poder comprar un poco de tiempo libre que nos permita disfrutar, realizarnos como seres lúdicos: salidas de fin de semana, viajes de vacaciones, adquirir un apartamento, comprar y leer libros, asistir al cine, al teatro o a conciertos y otros espectáculos, acudir a bares y restaurantes, …
El tiempo libre que nos abre sus puertas este verano podemos interpretarlo como una oportunidad para cuidarnos, para curarnos en salud. Y para reivindicar el disfrute creativo, original, del ocio, como vacuna y santo remedio tanto para el estrés como para la monotonía de la vida cotidiana.
La diversión es salud
Divertirse (eso sí, saludablemente) es una de las fórmulas mágicas para vivir sano. Aprovechar el tiempo de ocio, vivirlo con intensidad, sirve para combatir obsesiones y preocupaciones, para aparcar un poco la depresión y esos otros agentes negativos que atentan contra nuestro equilibrio emocional. Pero para disfrutar realmente del ocio necesitamos, sobre todo, de una cierta actitud interior. Es la toma de conciencia de quién soy yo, de qué soy capaz de hacer cuando estoy libre de las presiones y obligaciones que provienen del exterior. Es la oportunidad de comprobar la capacidad que tenemos para desterrar el aburrimiento que invade, por ejemplo, a esas personas que, aun siendo relativamente jóvenes, han sido apartadas del trabajo remunerado por las tan comunes jubilaciones anticipadas. Y que, a menudo, se quejan del vacío interior que les invade, síntoma evidente de que no han descubierto qué son capaces de hacer cuando no trabajan, qué puede divertirles, entretenerles y satisfacerles al margen de la actividad profesional y del proceso trabajo-ocio que antes marcaba su vida.
Hoy se habla y se escribe mucho sobre la “civilización del ocio” como contexto social al que vamos dirigiéndonos paulatinamente como consecuencia del avance tecnológico, el desempleo o los horarios reducidos de trabajo. Según dicen los especialistas (también los hay, faltaba más, en la gestión del tiempo de ocio), hay que inventar alternativas para que el personal no se aburra, para que no se deprima y para que no opte por descargar en los demás sus excedentes de agresividad. Por eso, aumenta la oferta de recursos de ocio: aulas de cultura, polideportivos, bibliotecas, deporte- aventura, espectáculos, cursos de formación de lo más diverso, … Pero el incremento de esta oferta no es, en sí mismo, la solución. Para comer lo más importante no es disponer de muchos y variados manjares, sino tener hambre y, por supuesto, algo que comer. Si el apetito aprieta, no nos mostramos muy exigentes. Un niño, para divertirse, no necesita juguetes complejos o caros. Bastan un rudimentario palo, una cuerda o una caja de cartón y (o quizá únicamente) libertad, ganas, e imaginación para dejar volar su capacidad lúdica.
La creatividad, a escena
Es de agradecer el actual despliegue de equipamientos culturales, pero para divertirnos de verdad necesitamos, por encima de todo, jugar con nuestra propia creatividad: dibujar, pintar, coser, tejer, fotografiar, pasear, oir música, hacer un deporte que nos gusta, leer, trabajos manuales, … Cada uno tiene sus preferencias, sus gustos y sus propias habilidades. Por eso, cada persona debe reflexionar para determinar qué cosas son las que más le llenan, las que más feliz le hacen. Se trata de poner en marcha algo profundamente enraizado en el ser humano: el sentido lúdico de la vida. El juego proporciona una vía de escape para luchar contra la ansiedad y las frustraciones. Y distrae mucho. Además, a través de actividades lúdicas puedo expresar mi propio yo, manifestarme tal como soy en absoluta libertad y sin más condicionantes que los que yo quiera ponerme. El juego ayuda a liberar la ansiedad y ofrece la posibilidad de reír. La risa es una válvula de escape, es la medicina más universal y barata: está suficientemente comprobado que las personas que juegan y ríen con frecuencia visitan muy poco las consultas de psicólogos y psiquiatras.
Un egoísmo bien entendido
Sufrimos, sin embargo, la sensación de que las horas vuelan y de que no hemos podido hacer una cuarta parte de cuanto teníamos previsto. Sabemos que el tiempo es limitado y por ello establecemos prioridades en ese quehacer, que diariamente se reparte entre nuestro trabajo-estudio u otras obligaciones, la familia y el ocio, añadiendo a esto último el capítulo de los amigos, normalmente durante los fines de semana. Nos movemos entre las obligaciones y la búsqueda de la felicidad para cuantos nos rodean (familia, pareja, hijos, amigos, vecinos, …). pero, ¿qué pasa con mi propia felicidad, con esa parcela íntima y exclusiva donde ninguna otra persona tiene cabida? También hemos de gestionarla. Suena a egoísmo, a aislamiento de los demás, y, por ello, nos resulta difícil encontrar tiempo para este área en nuestra programación. Nos contentamos con decir que: “en realidad, lo que a mí me gustaría hacer es…”, o “si tuviera tiempo (o dinero), me encantaría…….”, pero se queda en eso, en sueños que aun siendo posibles no los hacemos realidad. Y muchas veces no es por falta de tiempo sino porque en la organización de ese tiempo introducimos tantas cosas que nos olvidamos de introducir las que realmente nos satisfacen a nosotros como seres individuales, con gustos y necesidades peculiares, distintos a los de los demás. “No puede dar quien no tiene”, dice el saber popular. Trasladándolo a nuestro tema de hoy, no es posible conseguir la felicidad para los demás si no sabemos procurárnosla para nosotros. Cuando vivimos dándonos cuenta lo que de positivo tiene nuestra vida, cuando vemos “el vaso medio lleno, en lugar de medio vacío”, cuando gozamos de las pequeñas cosas del día a día, cuando nuestra actitud es abierta y flexible, cuando mantenemos un espíritu constructivo, vivaz y alegre, cuando sonreímos y admitimos un cierto riesgo, cuando exteriorizamos nuestros sentimientos y emociones, cuando dejamos a un lado el sentido del ridículo, cuando jugamos, nos divertimos y aprendemos a reírnos de nosotros mismos, estamos dando un paso de gigante hacia nuestra felicidad. En realidad, hacia la nuestra y hacia la de quienes nos rodean.
Estamos más cómodos no con las personas que dan mucho, sino con aquéllas que se dan a los demás. Por tanto, si de ofrecerse se trata, la calidad de quien se ofrece marcará la diferencia de quienes consiguen la felicidad de los demás.
Las vacaciones son una oportunidad para practicar todo esto. El egoísmo entendido como el desarrollo de lo más auténtico y original que hay dentro de cada uno de nosotros es positivo para todos. El verano es una época propicia para reivindicar este derecho casi nunca proclamado, y menos aún ejercido, de vivir la plenitud personal. Para ello, habrá momentos de convivencia con los miembros del núcleo familiar más íntimo, con los amigos menos frecuentados, con otras culturas (en los viajes), pero también es esta la oportunidad del reencuentro con ese yo íntimo tan descuidado. Porque parece ser que durante el año tenemos, lamentablemente, otras cosas más importantes que hacer.