Todo puede arreglarse
Mal que nos pese, algunas personas cargan en sus espaldas el abrumador peso de unas relaciones fraternales marcadas por la distancia, los enfados, o los crudos enfrentamientos con alguno de sus hermanos.
Casi nunca faltan motivos para llevarnos mal con alguno de ellos: desde la aparente incompatibilidad en la forma de ver la vida y comportarse ante ella de unos y otros, hasta causas muy concretas: herencias y otras cuestiones económicas, atención a los padres o hermanos enfermos, incomprensión o falta de solidaridad ante situaciones penosas que alguien padece, …. Sobran los argumentos que explican la distancia o la ausencia de comunicación entre hermanos.
Hemos de partir de que lo natural entre hermanos en llevarse bien, siquiera por los lazos sanguíneos y por ese pasado vivido en común. Ello no significa que debamos sentir un cariño idéntico por todos ellos, pero resulta evidente que una fértil y serena relación entre hermanos ayuda a que todos nos sintamos mejor. Porque, querámoslo reconocer o no, la familia pesa mucho. Y, en última instancia, recurrimos a ella cuando los problemas más graves nos amenazan.
Es habitual que no nos suponga mayor problema expresar lo que sentimos o queremos, tratar las discrepancias e incluso los conflictos, cuando el interlocutor es un amigo o un compañero de trabajo; sin embargo, a veces nos sentimos incapaces de tratar ciertas cuestiones con nuestros hermanos. Enseguida salta la chispa, surge la discusión, entran en liza las palabras mayores, y se hace imposible mantener la más mínima comunicación. O también puede ocurrir que nos encontremos con una fría y protocolaria acogida a nuestro propósito de entablar conversación sobre el tema que nos interesa, lo que no nos anima precisamente a un nuevo intento.
Y la cosa es que a menudo nos preguntamos el porqué de esa situación; querríamos resolver el problema, pero no sabemos cómo hacerlo.
Dónde nace el problema
Las malas relaciones fraternales acaban, en la mayoría de los casos, convirtiéndose en un lastre para nuestras vidas, que acabamos arrastrando con una emotividad muy negativa, diferente que la que nos supone, por ejemplo, romper con un amigo.
Quizá sea porque, como dicta la tradición, aplicado al marido o esposa: “mi hermano (o hijo) es sangre de mi sangre y a ti te encontré en la calle”. Tampoco carece de lógica el planteamiento inverso: “a mis padres y hermanos me los impuso la naturaleza, a mis amigos y a mi pareja los elegí, para bien o para mal, yo”. Pero no se trata de opciones excluyentes. Necesitamos tejer a nuestro alrededor relaciones humanas satisfactorias, tanto las familiares como las ajenas a ese ámbito. Nuestro bienestar emocional depende, en buena medida, de la capacidad que tengamos para conseguir este objetivo.
Como en cualquier relación entre seres humanos, en las fraternales hay de todo. Algunas están definitivamente rotas, tras agrias discusiones repetidas a lo largo de los años. En otras ocasiones, quizá la mayor parte, son relaciones grises, teñidas de mediocridad, rutina y distancia emocional, que se mueven dentro de una cordialidad aparente, de un pacto entre adultos; prima la ausencia de comunicación aunque se mantienen las apariencias. No nos atrevemos a hablar sincera y abiertamente con ese hermano (y, mucho menos, a abordar temas delicados) por miedo a que resurjan los fantasmas de ese conflicto arrinconado. Sufrimos el temor a que se termine de romper ese débil lazo que nos permite al menos hablar de vez en cuando o mantener una conversación intranscendente en las reuniones familiares y en los funerales. Cuántos de nosotros, ante la inminencia de encontrarnos con ese hermano con el que nos llevamos mal, hacemos repaso de cada uno de los temas que no conviene tocar o del modo en que debemos comportarnos para no dar pie a discusiones o enfados que pueden “marcar” toda una velada y propiciar escenas desagradables.
Afortunadamente, no todas las familias sufren este problema. En algunas, incluso, los hermanos, además de respetarse y quererse como tales, son amigos y confidentes, participan en proyectos conjuntos, se miman mutuamente y se sienten orgullosos de la relación fraternal establecida. Nuestra enhorabuena para ellos.
Quienes sufren por la inexistencia de comunicación con alguno de sus hermanos y están dispuestos a afrontar las dificultades que supone comenzar a superar el problema, deben saber que casi siempre es posible enmendar la situación, aunque ello nos suponga un gran esfuerzo y, en algunos casos, riesgos emocionales importantes.
Comencemos por el origen del problema.
A veces, la interiorización que cada hermano hace de los papeles que desde la niñez se le asignan en el seno del hogar (esas expresiones que nos califican como “el o la responsable”, “inteligente”, “tímido-a”, “juerguista”, “cariñoso-a”, “estudioso-a”, “simpático-a”, “cortito”, …) puede perjudicar la relación entre hermanos. Desde estas clasificaciones, y con la diferencia de trato que conllevan por los padres y/o por el resto de los hermanos, se organiza la relación, con toda la asimetría y carga peyorativa que puede entrañar para alguno. Más que a un compañero, estas diferencias nos pueden hacer ver a nuestro hermano como un rival. Ahí pueden nacer muchas envidias y resquemores, que tendrán su repercusión en la fase adulta.
Ya en la adolescencia, cuando comenzamos a emanciparnos del hogar, el problema puede ser la falta de una comunicación fluida y abierta con los hermanos. La ausencia de confianza nos llevará a un distanciamiento que se agudizará con el paso del tiempo. Este silencio y el “por la paz, un ave maría” que con tanta frecuencia se da en el hogar paterno, no es más que una vulgar tapadera que nos conduce a una actitud pasiva, que lejos de solucionar el problema, lo enquista y aumenta impidiendo la relación. Podemos acabar convirtiéndonos en desconocidos el uno para el otro. Dejar que pase el tiempo es una actitud poco conveniente. Pretender siempre que “las aguas vuelvan a la calma” sin abordar algo que sí ha pasado, no resuelve nada. Y afecta negativamente a la confianza entre nosotros, imprescindible en toda relación humana que se pretenda auténtica. Y no nos referimos sólo a confianza en la otra persona, sino también a la propia autoestima, a la confianza en mi capacidad de establecer relaciones desde mí, con franqueza y abiertamente.
- Primero, reflexionemos sobre cómo están mis sentimientos con respecto a mis hermanos. Responsabilizándonos de nuestra actitud y comportamientos.
- Seamos positivos. Perdonemos, olvidemos (tras analizar los motivos, si puede ser) los errores propios y ajenos. Y construyamos una nueva relación, basada en la confianza y el cariño.
- No rehuyamos ningún problema del pasado, por traumático que sea, si afecta negativamente a nuestra relación. Todo puede hablarse.
- Propiciemos la cercanía, reservando tiempo específico al encuentro personal. Hablemos de cómo vivimos la niñez y la adolescencia, de los días bonitos compartidos y de los enfados que se resolvieron. Y de los que nos quedaron como asignatura pendiente. Revisemos el pasado, para encarar el futuro sin resquemores.
- Definamos qué tipo de relación deseamos. Seamos sinceros. Especifiquemos lo que no aguantamos de él o ella, y pidámosle que haga lo propio respecto de lo que le fastidia de nosotros. Sin duda, surgirán sorpresas. Y quizá, incluso quede espacio para alguna risa.
- Reconozcamos que necesitamos establecer una relación sólida, con una disposición sincera a ayudarnos mutuamente en esta nueva etapa.
- Partamos de que los hermanos, por el mero hecho de serlo, no tienen que llevarse por fuerza extraordinariamente bien ni mantener una comunicación cotidiana, o de confidencialidad total. Haremos de nuestra relación lo que estimemos mejor para todos.
- Interioricemos que una buena relación fraternal, nos asienta, nos refuerza ante nosotros mismos y ante los demás. Y nos llena de bienestar, especialmente si antes habíamos padecido las tensiones y disgustos de una relación difícil.
- También a ellos les vendrá bien. Pero como quiera que alguien tiene que dar el primer paso, démoslo nosotros. La dicha y las felicitaciones vendrán después y seremos los primeros en congratularnos.