Mario Merlino, escritor y traductor, presidente de la Acett

"Los lectores deberían devolver un libro mal traducido"

1 marzo de 2007
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Escritor, poeta, profesor de lengua y literatura, dramaturgo, organizador de talleres literarios. Y traductor. ¿Los intelectuales están obligados a ser pluriempleados o es afición?

Cuando era muy jovencito defendía ante mis compañeros de Universidad, del teatro y de café el don de ubicuidad, supongo que a muchos individuos les pasa, pero yo me lo propuse seriamente. Después me di cuenta de que no era posible y dejé de intentarlo, pero aún perdura mi afán por abarcar muchas cosas, no perderme nada y ser un ser diverso. No lo limito al campo profesional, también en la vida cotidiana. En la relación con las personas. Siempre rechacé esa manía de los intelectuales de rodearse sólo de intelectuales. Para mí no existe una jerarquía entre los muy sabios o poco sabios. Lo interesante está en comunicarte con las personas.

Habla español, portugués, italiano, francés, inglés, algo de turco. ¿En qué lengua se encuentra más a gusto?

La comunicación es algo más que hablar una lengua, es querer entender al otro y hacerte entender. En un proyecto de novela que nunca terminé, hay un personaje de una abuela, la que nunca tuve, que hablaba en todos los idiomas del mundo. Era la proyección de mí mismo, de mis ideales.

¿Por qué hay tantos sudamericanos que se dedican a la traducción?

/imgs/20070301/img.entrevista.02.jpgEn Argentina sentíamos un rechazo bastante fuerte a la imposición al español peninsular enfrentado al argentino, pero al mismo tiempo, en la escuela aprendimos el culto por el buen uso de la lengua. Había un énfasis por escribir y hablar correctamente, académicamente incluso. Esto en cierta manera nos hacía bilingües en nuestro propio idioma. Debíamos aprender las conjugaciones de los verbos que no eran nuestras, la segunda persona, el tú y vosotros, que para nosotros no existen. Luego aparte, en Secundaria, el inglés y el francés eran obligatorios. La lengua es un modo de entrar en la vida de la gente. Y eso, a un argentino, le gusta mucho.

Usted traduce del francés, del inglés, del italiano y del portugués. Sin embargo, sólo lo hace al español. ¿La facultad para trasladar de una a otra lengua no funciona como los vasos comunicantes?

En mi caso no. Puedo expresar un idioma en español, recrearlo e inventarlo, pero no a la inversa.

¿Qué nivel de conocimiento de la otra lengua se precisa?

Por lo general, haber vivido en el idioma del que se traduce.

El lector de una obra traducida confía en que sea fiel al original, ¿cómo se consigue que lea la misma obra que leería si lo hiciera en el idioma que fue escrita?

Para poder traducir, es fundamental conocer junto con la lengua, la cultura que transmite, su entorno y su tiempo. Si no es así, corremos el riesgo de naturalizar el texto, es decir, adaptarlo a la cultura de llegada. Si se comete este error traicionamos en resonancias culturales fenómenos que son propios del origen.

“No debe haber una traducción igual que otra”

Sirvámonos de un ejemplo: una comida brasileña, sus ingredientes y la forma de elaborarla no se puede cambiar por otra receta conocida en España aunque sea bajo el amparo de que al lector le será más fácil entender lo que comen los protagonistas. Lo que se estaría haciendo es alejarlo de la realidad de la narración.

¿Cuál es su método al traducir?

Depende del libro, del autor y de mí mismo. En ocasiones, la acción de leer y descubrir el libro como lector es simultánea a la de traducirlo. A su término hay un tiempo de corrección que da la oportunidad de dar coherencia formal al conjunto, a cuestiones como escoger para la misma palabra con el mismo significado el mismo término en su traducción. Pero otras veces el libro precisa de una lectura previa para poder tener una visión de conjunto antes de elaborar su homónimo.

¿Cuánto tiempo le ocupa?

“Ciudad de Dios” de Paulo Lins, novela de la que hicieron una magnífica película Fernando Meirelles y Katia Lund, narra la vida en una favela en Río de Janerio. Habla del narcotráfico en una jerga del portugués para la que no hay diccionarios. Necesité casi un año para terminarla. Otras veces el proceso es mucho más corto. Y más fácil.

¿Qué otro autor le resulta difícil?

Con António Lobo Antunes no sabes a dónde va llegar hasta que no llegas. Comprender algunos parajes João Ubaldo Ribeiro cuando hace hablar a un campesino y recoge sus palabras por escrito de manera literal, te lleva a enfrentarte a una lengua que cuesta descifrar e interpretar. Era de Queirós sin embargo es relativamente sencillo. Se trata de una literatura lineal, apegada a la cronología de los hechos, con un ritmo interno llamémosle lógico.

Las malas traducciones, algunas veces burdas, llaman la atención, pero no siempre es así. ¿Cómo se puede detectar cuándo un texto literario ha sido mancillado en su traducción?

La clave está en el fomento de la lectura. Esto no significa leer mucho. Esa idea persiste en un error. No se trata de cantidad, sino de seleccionar, de disfrutar con lo que se lee. Está muy bien ser capaz de leer muchos libros, pero es mejor ser capaz de gozar con ellos y aprender. Esto otorga la capacidad para saber cuando un libro está bien escrito o por qué está mal, y faculta para descubrir una mala traducción. Los falsos amigos, por ejemplo, le chirriarán.

¿Y qué se hace con una mala traducción?

Un lector lúcido debería devolver los libros mal traducidos. El lector es un consumidor y como tal debe reclamar sus derechos de que aquello que adquiere responde a sus expectativas.

¿Qué son los falsos amigos?

Aquellas palabras que se traducen literalmente. Suelen ser vocablos que parece que significan algo por su similitud en el significante de la lengua original a la traducida. Las “galhetas” portuguesas son las vinagreras de misa. Un advenedizo puede pensar que se trata de galletas, de pastas, y coloca ahí la palabra sin ningún complejo.

¿Conoce a los autores que traduce personalmente?

Cuando tengo oportunidad, los busco. Tengo una experiencia muy hermosa con un escritor brasileño de origen sirio-libanés, Raduan Nassar, que cuando vino a Madrid estuvo alojado en casa y nos pasábamos horas conversando, en parte sobre un libro suyo que estaba traduciendo en esos momentos “Labor arcaica”. Para mí fue un aprendizaje. Costoso, eso sí. También es curioso, pero Lobo Antunes y yo nos parecemos hasta el punto que llegan a confundirnos.

¿La poesía se puede traducir?

Exige otro tipo de rigor e implica, aunque parezca contradictorio, ser mucho más libre que en otros géneros. Hay que tener libertad, no para traicionar el poema original, sino para evitar caer en la literalidad de las palabras que a lo que conduce es a arruinar la belleza del texto. No se trata de enfrentarlo en un espejo para lograr el reflejo mimético. ¡Las ediciones bilingües son un error! El desafío de la traducción es lograr una equivalencia con el original. Y este ejercicio literario, cuando se trata de poesía, es muy cercano a la escritura.

¿Está bien pagada su profesión?

Hay tarifas que no han subido en los últimos 10 años, pero creo que eso ha pasado en muchos oficios. Los editores deben entender que una traducción mejor pagada tendrá más calidad, pero todavía hay editoriales que especulan con gente sin experiencia que le hacen responsable de una traducción y en este trabajo, como en todos, hay que lograr mucho método. Además, aunque no se trata de una tarea artística, sí precisa de vocación.

Hay una idea presente en los foros de las traducciones que indica que los clásicos no envejecen, pero sus traducciones sí. ¿Por qué?

Vamos a tratar de relativizar esta cuestión. La obra Romántica de José de Alercán, cuya primera traducción al español data de 1910 es excelente. No creo que haya que mejorarla. Además, cuenta con una ventaja que en la actualidad no podría darse: el lenguaje del traductor está más cerca del lenguaje del autor que el que hoy pudiéramos usar. Otra cosa es la traducción de un texto medieval. Si hay que traducir un cuento de “El Decamerón” habría que pasearse por textos en castellano del siglo XIV para poder saber qué términos se ajustan más a la mentalidad de la época, buscar la resonancia cultural que está ligada al tiempo. No puedo traducir el Medievo con el lenguaje del siglo XXI. Eso no significa que haya que enrarecer el texto, pero sí mantener la sensación de extrañeza que surge en el lector italiano de 2007 que se enfrenta a El Decamerón original. En definitiva, es precisa una labor de investigación, científica si se quiere, para poder acercase a los clásicos. Y bien, se puede volver a hacer, pero no porque lo que haya traducido no sea bueno.

¿Por qué de un mismo texto, si se busca el rigor, salen obras tan distintas?

No debe haber una traducción igual a otra. El traductor está legitimado a preferir una determinada palabra frente a otras. Todas las miradas, si son honestas, son válidas. Luego está el acierto, la destreza y el compromiso de cada cual.

Otra de sus facetas es la de dirigir talleres de escritura. ¿A escribir se puede aprender?

Sobre todo se aprende a leer, y en los talleres también se adquieren ciertos recursos. No se puede escribir arrastrado por la emoción. La emoción vivida se transmite mucho mejor cuando puedes tomar distancia de lo ocurrido. No es una máxima, porque caeríamos en el dogmatismo, pero el trabajo cotidiano es el que hace que una persona sea capaz de traducirse a sí misma, y es necesario hacer esto antes de ofrecerte a los demás. Cuando se comienza a jugar con las palabras y se reconstruye la emoción se descubre que hay un universo paralelo y ese es el texto. Lo narrado parte de la emoción, pero es otra cosa.

¿Terminará la novela de su abuela?

No sé si volveré a ella, pero seguramente aparecerá la abuela en algún sitio.

Como lector, ¿qué autores contemporáneos le atraen más?

Por decir algunos, y a riesgo de olvidarme de otros, Olvido García Valdés, Javier Marías y Eduardo Mendicuti. El humor de Mendicuti me hace reír. Y reír en estos tiempos es algo bueno.