Fomentar la capacidad de esfuerzo de los hijos, tarea de los padres
El “rey de la casa” tantea desde la cuna cómo atraer, controlar y subyugar a los adultos. Después, con los primeros pasos, al dominar más espacio vital, establece las fronteras de su poder, hasta dónde su padre o madre le permiten actuar. Más tarde, con tres o cuatro años, aparecen las primeras rebeldías – la “edad de la primera obstinación”- ,se desencadenarán fuertes tensiones, en forma de rabietas, terquedad y pataleos.
Todo ello con la finalidad de mantener su estatus, de seguir mandando y conseguir sus propósitos. Y la “madre de todas las batallas” se librará al comenzar la pubertad y durará hasta… vaya usted a saber. Depende de muchos factores. Y de la propia evolución de jóvenes y padres, ya que cada vez los hijos se emancipan más tardíamente.
Por qué ganan siempre los hijos.
La primera pregunta a hacernos es por qué esta lucha por el poder entre padres e hijos la ganan casi siempre los hijos. Probablemente, el argumento principal son los padres permisivos, temerosos de frustrar al hijo, de “crearle traumas”. Son, además, numerosos los padres y madres con pocas ganas de complicarse la vida.
Hay muchas rabietas infantiles que se desarrollan en escenarios públicos y ante personas ajenas a la familia; el niño sabe que tiene todas las de ganar porque es consciente de que sus padres tienen miedo a “montar el numerito”. que prefieren no ejercer su autoridad si ello implica aparentar autoritarismo o violencia, crear desazón en los niños, o la necesidad de prolijas explicaciones. Las concesiones se hacen por diversas razones. No es la menos importante la del afán de que al niño no le falte de nada, nacido con frecuencia en las insatisfacciones (materiales y de afecto) que los hoy padres sufrimos en nuestra infancia.
Padecemos un síndrome, una necesidad de compensar nuestro pasado que satisfacemos dando al niño todo lo que no tuvimos. Los hijos únicos, hace tan sólo una generación, eran cosa rara, mientras que hoy constituyen casi la norma. Así, las atenciones que hoy reciben los hijos, por pura aritmética, son mucho mayores que las que tuvieron quienes hoy son progenitores.
Hijos desmotivados y perezosos: es normal.
Los pequeños captan nítidamente la debilidad de sus padres y se aprovechan de ella para salirse con la suya y explotarles. Los perjuicios de esta actitud tan condescendiente son muchos y graves. En la medida en que las condiciones sociales y económicas han mejorado y aumenta el número de necesidades satisfechas, desciende el índice de motivación. No nos extrañemos de que uno de los principales frenos a la emancipación juvenil sea precisamente la pereza, la falta de alicientes y de autonomía personal en la toma de decisiones de que adolecen algunos jóvenes. Si les acostumbramos a dárselo todo hecho, a pensar por ellos en las circunstancias problemáticas, no es razonable pedirles que maduren. El exceso de protección paternal en la infancia y adolescencia es uno de los motivos más frecuentes de desórdenes psicológicos cuando se alcanza la treintena, no hay más que oír a psicólogos y psiquiatras.
Hoy, de otro lado, resulta difícil hacer un regalo a un niño porque se comprueba -a veces con satisfacción- que “tiene de todo”. El sentido del esfuerzo, la motivación por el éxito y el espíritu de sacrificio para conseguir las metas, que son valores que tradicionalmente empujan a las sociedades o ambientes humanos con necesidades apremiantes, desaparecen cuando el consumo se convierte en simbólico. Cuando lo que importa no es satisfacer necesidades, sino estar a la altura de lo que creemos que nos demanda nuestro tipo de vida y estatus social.
Llegan las notas escolares.
Los niños que han aprendido a conseguirlo casi todo sin más esfuerzo que pedirlo zalameramente a su padres, están desmotivados, y su capacidad de esfuerzo muy probablemente (y, no lo olvidemos, su autoestima) es, o será en un futuro, mínima. Y el fruto de estas (inicialmente confortables) relaciones con los hijos, lo recogen los adultos en circunstancias muy concretas en las que se esperan los resultados del esfuerzo (“cómo no van a responder, después del esfuerzo que hacemos para darles todo lo que nos piden”) de sus hijos.
Son momentos puntuales, como las notas de fin de curso. Es entonces cuando deseamos que nuestros hijos sean más sacrificados, menos vagos, que tengan más ilusión por destacar, por cumplir con lo que se les exige: al menos, pasar de curso. Que sean más adultos, más responsables. Como si el espíritu de sacrificio y la madurez fueran algo genético. Pero siempre se puede hacer algo. Y recordemos que nos lo agradecerán. Porque, con negativas que hoy les parecen crueles e infundadas, les estamos ayudando a desenvolverse por sí mismos. Y ese el mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos.
- En cada actuación como padre o madre, piense que trabaja a largo plazo. No intente solucionar la situación sólo para ese momento. La educación es tarea ardua, compleja y llena de baches. Y los resultados se recogen a medio y largo plazo, no antes.
- No tema frustrar al niño. Para madurar, deben aprender a convivir con el no. Si somos ponderados, explicativos y coherentes en las negativas, no hay mejor escuela para que progresen.
- Antes de una concesión, piense si no lo hace por evitar los problemas que supondría adoptar la posición que en su fuero interno ve como conveniente.
- No eluda el conflicto. Es mejor decir que no ahora, y no sufrir en un futuro las consecuencias de haber sido blando.
- Motívese. Ser buen padre cuesta lo suyo. Aprenda a resistir las presiones sociales (amigos, abuelos, TV…) Reflexione con su pareja, tenga y mantenga sus propios criterios en educación. Y sígalos, pero escuchando las sugerencias de sus hijos.
- La austeridad excesiva puede ser contraproducente. Sea generoso con sus hijos, pero proporcionadamente, de manera repartida. Premie el esfuerzo, la responsabilidad.
- Cuando se oponga a un capricho de sus hijos, mantenga la serenidad. Si se altera emocionalmente, pensarán que se lo niega porque está enfadado. Y que no tiene razón.
- Deje que sus hijos conquisten gradualmente sus cotas de libertad. Pero sin perder información y control sobre qué hace, a dónde va, qué le gusta hacer y con quién se relaciona.