La emancipacion de los hijos, cada vez más tardía

¿Cuándo se irán de casa?

Según Juan Antonio Fernández Cordón, demógrafo del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), "la bandera de los padres de finales de los años 60, que en cuanto pudieron huyeron del hogar paterno, no ha sido recogida por la mayor parte de sus hijos". Según los estudios del CSIC, un 60% de los jóvenes españoles de entre 25 y 30 años que trabajan aún no se han despegado del hogar familiar.
1 febrero de 2001
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¿Cuándo se irán de casa?

Si estas cifras de nuestro país se comparan con las de Francia, Reino Unido o Alemania, triplicamos el número de jóvenes con empleo que permanecen en casa de sus padres, sin independizarse. Tan sólo griegos e italianos comparten en Europa una parecida actitud a la de los españoles. Cuando se pregunta a los jóvenes, una buena parte contesta que se iría de casa si pudiera (aquí interviene el elevado precio de la vivienda, nueva y usada, y lo escaso y caro de los alquileres, así como la inestabilidad laboral y la dificultad de conseguir un empleo satisfactorio) pero en los diez últimos años ha aumentado la postura acomodaticia y son mayoría los jóvenes que, sin falsos pudores progresistas, reconocen que se sienten “muy a gusto” en casa de sus padres.

El caso es que pasa un año más y ellos siguen sin irse, por mucho que tengan trabajo e incluso pareja estable. ¿Están bien así las cosas? Hay sensibilidades distintas en las familias, pero lo habitual es que en el hogar no se aborde de forma clara y serena este tema, espinoso donde los haya. Las relaciones padres-hijos son siempre complejas, y se muestran deudoras de una doble circunstancia que tanto las caracteriza: el fuerte vínculo emocional existente y ese largo pasado en común lleno de vivencias muy distintas, muchas veces hondamente sentidas pero no comentadas. Por eso, la comunicación entre progenitores y vástagos precisan, y por ambas partes, mucho mimo, sinceridad, una dedicación generosa de tiempo y un lenguaje asertivo que evite tanto las culpabilidades como los chantajes emocionales, que tan proclives somos a introducir en los debates intergeneracionales cuando surgen temas de gran calado como el de la emancipación de los hijos. Y es que la complejidad del asunto viene reforzada tanto padres como hijos muestran ante este tema posturas contradictorias: quieren irse (o que se vayan) y quieren quedarse (o que se queden). Pero esta incertidumbre, este mar de dudas, conduce al mismo resultado: los hijos acaban quedándose en casa casi indefinidamente.

Razones no faltan

El carácter precario del trabajo no hace sino cargar de razones a chicos y chicas que no se atreven a dejar la casa paterna: los principales destinatarios de los contratos temporales son los jóvenes y éstos quieren tener el futuro laboral más despejado antes de someterse a la servidumbre de los millonarios préstamos que supone la compra de una vivienda. Todavía hay poca cultura de arrendamiento, a lo que no es ajena la penosa situación del mercado de alquiler de viviendas en nuestro país. Anotemos también otro planteamiento, mucho más prosaico y utilitarista: sólo quienes tienen empleo estable y bien pagado y piensan que en su propia vivienda disfrutarán de una calidad de vida similar o mejor que la que ofrece hogar paterno, se van de casa de mamá. Los jóvenes de hoy lo han tenido todo más fácil que sus padres, y eso marca mucho. Lo más habitual es que los hijos consideren que no deben irse hasta alcanzar una situación económica mínimamente consolidada y para ello necesitan pasar varios años en casa de sus padres, ahorrando y conseguir un trabajo fijo o cuando menos, estable. Ahora bien, si para muchos jóvenes la autosuficiencia económica no es razón suficiente para despegarse del hogar familiar, habremos de buscar las respuestas al margen del mercado laboral y del difícil acceso a la vivienda.

Uno de los principales factores de freno para la emancipación de los jóvenes es la creciente permisividad de la familia en lo que respecta a los horarios y costumbres de vida en el seno del hogar. Los jóvenes no se sienten presionados ni vigilados en exceso y rige un cierto ambiente de complicidad entre padres e hijos. Pueden soportar esta falta de autonomía porque, en última instancia, les “compensa”. Por otra parte, el bienestar, la comodidad, la intendencia garantizada y la ausencia o escasa relevancia de los trabajos y preocupaciones domésticas anima también a mantener la situación. Incluyamos también la posibilidad de ahorrar, ya que los progenitores normalmente no exigen la entrega del sueldo en casa y menos aún, íntegro. Y también un motivo de infraestructura: la disposición y buen nivel de acondicionamiento de los hogares permite en muchos casos que los hijos dispongan de una habitación propia, un territorio exclusivo que cuenta con un satisfactorio despliegue de equipamiento relacionado con el ocio y las aficiones: informática e Internet, TV, música, biblioteca propia… Por último, otra constatación, ya más obvia: el cambio de costumbres en materia sexual, ya no es necesario casarse y tener una vivienda propia para poder mantener relaciones sexuales.

Familias-colchón

“Las familias antes eran más represivas e impositivas, ahora son mucho más liberales y ofrecen muchas ventajas. Luego, hay padres que se quejan porque los hijos se eternizan en casa” opina el filósofo Fernando Savater.

Esa permisividad ha permitido acuñar el término de familias-colchón, que mantienen su papel económico y de refugio y aportan ese componente de complicidad, que propicia la sensación en los hijos de que no están de paso en casa de sus padres y que su estancia no está sujeta a límites temporales. Y, por si fuera poco, parece que seguir en casa aporta a los hijos un muy apreciado valor añadido de juventud, de no llegar todavía a la categoría de adulto, de no asumir aún algunas responsabilidades que conlleva: vida cotidiana con la pareja, los hijos, las hipotecas y otros créditos bancarios, la imprescindible visión de futuro…

Con todo esto, habría que preguntarse si a los hijos les merece la pena irse de casa. O quizá sería mejor interrogarnos si se educa a la gente joven a emanciparse. Nadie discute que cierto grado de solvencia económica es necesaria para poder emanciparse; sin embargo no es suficiente. Pero la emancipación es un proceso de aprendizaje que empieza cuando desde muy niño se potencia la autonomía de los hijos, su responsabilidad, y los padres, todo hay que decirlo, asumen la responsabilidad que les corresponde: ayudar al hijo a prepararse para vivir su edad adulta de forma independiente.

Emanciparse es un proceso que requiere aprendizaje. Cuando seguimos cada momento evolutivo del niño y vamos potenciando su creatividad y autonomía y le exigimos que se responsabilice de las cosas que va teniendo capacidad de hacer, le ayudamos a ser más independiente. Que se ate los cordones de los zapatos desde la más tierna infancia, que con el paso del tiempo sepa vestirse, cocinar y comer solo, que recoja su cuarto, o tantas pequeñas cosas que se dan en la cotidianeidad familiar son muy importantes. Valores como el respeto a su personalidad y ritmo de vida han de articularse junto con el respeto a las normas de convivencia que rijan en la familia, ya que de su asunción dependerá la solidaridad, sociabilidad y autonomía personal de esos hijos de los que esperamos que un día sepan emanciparse. Algunas medidas y planteamientos para lograrlo son los que siguen:

  • Tener siempre presente que nuestro hijo o hija es otra persona, única e independiente, y probablemente muy distinta de nosotros.
  • Ofrecerle visibilidad: hacerle sentirse observado y comprendido, que perciba que es alguien, para nosotros y para el resto de su entorno de relaciones
  • Aceptar sus pensamientos y sentimientos
  • Respetarle por el valor de su existencia; no por lo que hace, sino por ser una persona.
  • Respetar y atender, en cada momento, los pasos de su evolución personal.
  • Amarle, trasmitirle cariño, afecto, seguridad y cercanía utilizando la expresión verbal, gestual y física. Los abrazos y las caricias son importantes.
  • Marcarle normas y límites justos, razonables, consensuados y negociables: autoridad, no autoritarismo.
  • Trasmitirle que mantenemos elevadas expectativas respecto de su comportamiento y rendimiento en todos los ámbitos. Fomentar su autoestima.
  • Los elogios y críticas, los dirigiremos exclusivamente a su conducta y nunca a él o ella como persona.