Educar con el ejemplo, lo más eficaz
La imparable violencia machista, los desencuentros entre padres e hijos y entre estos y sus profesores, el culto que rinden a la violencia ciertos sectores juveniles, el nuevo fenómeno de adolescentes descontrolados durante fines de semana llenos de drogas y alcohol, el creciente fracaso escolar y la consiguiente desmotivación de chicos y chicas, la competitividad inhumana en algunas empresas… son manifestaciones de una problemática que tiene muchas y complejas causas, una de las cuales podría ser la quiebra de algunos valores universales despreciados por su aroma a viejo o poco moderno, como el respeto a las personas mayores, el cuidado con las cosas que son de todos o la cultura del esfuerzo como medio para el progreso material y personal.
Más de un psicólogo y psicopedagogo comienza a reivindicarlos, aun a costa de cargar con una imagen negativa de reaccionario o contrario a la moda y a los valores en boga, como el individualismo, la satisfacción inmediata de cualquier deseo o la diversión a toda costa.
Parte de nuestra sociedad parece solicitar que quienes tenemos responsabilidades, entre otros padres, educadores y medios de comunicación, rescatemos esos valores “de siempre” que promueven la vida en sociedad y dotan de un sentido humano, cívico (¡qué palabra tan aparentemente arcaica y sin embargo tan plena de significado hoy mismo!) y solidario a nuestras vidas.
Enseñar con el ejemplo
En las últimas décadas han primado, quizá como reacción a anteriores lanteamientos más coercitivos que dialogantes, unas posturas pedagógicas más permisivas y abiertas, basadas en el dejar hacer y en el principio de no coacción a la espontaneidad de la persona. Esto se ha percibido especialmente en las relaciones entre padres e hijos y entre estos y sus profesores. Hay muchas causas sociales, políticas e incluso económicas (la mujer se incorpora al trabajo remunerado y los padres apenas tienen tiempo para ver, y mucho menos para educar, a sus hijos) que explican esta evolución, pero no nos detengamos ahí. La sensación que prima en algunos padres y educadores es que la experiencia aperturista no ha sido del todo positiva. A los adolescentes les cuesta reconocer la autoridad moral de padres y educadores y los problemas de convivencia afloran en muchas familias. Y son demasiados los jóvenes (y mayores, por supuesto) que se comportan ignorando los más elementales principios de solidaridad y de respeto a los demás.
De un seco y frío autoritarismo, poco proclive a las explicaciones y menos aún a escuchar al niño o joven, hemos pasado (permitámonos la exageración) a una permisividad del “todo vale” y se estima que quizá tardemos toda una generación en recuperar la autoridad dialogante, una autoridad que fija y marca límites justos, razonables y negociables, necesarios para el aprendizaje de la libertad personal y la convivencia social. Necesitamos una vuelta de tuerca. Si no se discute que es difícil educar en valores cuando se mantiene una actitud controladora y represiva, cada día está más claro que no es más sencillo conseguirlo desde la tolerancia casi sin límites que parece reinar hoy en muchos hogares. No son pocos los padres y educadores, y en general adultos, que temen contrariar a los jóvenes, aunque la razón les asista.
Ahora bien, no se trata de autoculpabilizarnos, ni de culpar a nadie de por qué y cómo hemos llegado donde estamos, si no de que cada uno, como parte implicada, asumamos la cuota de responsabilidad que nos corresponde en la educación en esos valores. Pero sólo en la medida en que vivamos los valores que queremos trasmitir conseguiremos el objetivo. Porque educar es, fundamentalmente, comunicar a través del ejemplo, trasmitir actitudes y comportamientos. El testimonialismo pasó, y muy justamente, de moda. No olvidemos nunca que ante los educandos somos sus modelos.
- Respetar a las personas mayores: lo hemos vivido casi como una imposición “por ser el padre o madre, abuelo o abuela”; cambiemos esa obediencia ciega por el sincero respeto hacia quienes, con una vida de esfuerzos, nos han trasmitido la próspera sociedad que disfrutamos.
- Prestigiar a los educadores: volver a revestirles de la dignidad y respeto que su profesión merece y aceptar su autoridad. Y trasmitirlo a niños, jóvenes y adultos. Es imprescindible.
- Solidaridad con los débiles (y no sólo con los marginados) que nos rodean.
- Respeto a los bienes y servicios públicos: educar en la máxima “esto es de todos y hemos de velar porque se encuentre en buen estado” y en la obligación de cuidar como nuestro el patrimonio común.
- No dejarnos llevar por el consumismo. Nada tiene de malo el bienestar material, pero intentemos ser consumidores conscientes e informados, y controlar la ansiedad de comprar por comprar. Sólo conduce a la frustración, al deterioro ecológico y a otros disgustos más prosaicos.
- Aprender a escuchar: de forma incondicional (sin juicios ni prejuicios), activa y empática, comunicando de verdad con el interlocutor e intentando ponernos en su piel.
- Aprender a esperar, a respetar el turno. Superar la ansiedad de ser el primero, de conseguirlo todo a la primera y rápidamente. Los demás también esperan.
- Aprender a perder, a fallar, a asumir el fracaso como proceso básico de todo aprendizaje de crecimiento personal. Un “no” hay que saber asumirlo sin dramas. Tendremos que oír muchos en nuestra vida.
- Desarrollar el sentido de responsabilidad, potenciar la cultura del esfuerzo. Organización, puntualidad, empeño por hacer bien las cosas… son planteamientos muy positivos.
- Potenciar la autoestima, cuidar de nosotros mismos. Aceptación, valoración y mimo hacia uno mismo.
Tengamos presente que la escala de valores y creencias de cada persona es la que determina su forma de pensar y su comportamiento. La carencia de un sistema de valores definido y compartido por la mayoría de la población instala al sujeto, especialmente al menos maduro, en la indefinición e indefensión y en un vacío existencial que le deja dependiente de otros y de los criterios de conducta y modas más peregrinos. Por el contrario, los valores asumidos como cultura, como lo que compartimos con los seres humanos que nos rodean y con todos en general, nos ayudan a saber quiénes somos, a dónde vamos, qué queremos y qué medios o herramientas nos pueden conducir al logro fundamental de nuestra existencia: el bienestar emocional, uno de los elementos esenciales de eso que denominamos calidad de vida.
Estos valores no dependen de los tiempos ni de las coyunturas, porque nada tienen que ver con el sistema económico o político vigente ni con las circunstancias concretas o modas del momento. Son intemporales, de puro humanas y potenciadoras de la sociabilidad y del equilibrio en la relación entre las personas que resultan. Están por encima de las circunstancias, por su sólida vinculación con la dignidad humana. Y porque promulgan el respeto a las opiniones y necesidades de los demás. Son valores del yo, que no puede desarrollarse si no vive en libertad y en coherencia con unos principios íntimamente relacionados con la responsabilidad de entender que todos somos seres humanos, con nuestra dignidad, nuestras necesidades, nuestros gustos y nuestra propia emotividad. Iguales en nuestra diferencia, en suma.
La Declaración Universal sobre Derechos Humanos de la ONU reconoce al hombre como portador de valores eternos, que siempre han de ser respetados. Estos valores, reconocidos por todos, sientan las bases de un diálogo universal y pueden servirnos de guía: al individuo, para su autorrealización; y a la humanidad, para una convivencia en paz y armonía.