Enamorarse:

¿una situación pasajera o una situación deseable?

1 julio de 2001
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¿Es enamorarse el estado emocional perfecto o un espejismo pasajero que, mientras dura, aliena a la “víctima” hasta el punto de incapacitarle para percibir cualquier cosa distinta de la atracción hacia la persona objeto de sus desvelos? Estas son las dos posturas extremas ante esa coyuntura que constituye el enamorarse de alguien.

¿una situación pasajera o una situación deseable?

El romántico la defenderá como la situación ideal, porque entiende que nada en el mundo merece compararse con esa felicidad que genera la pasión amorosa. El escéptico o desengañado, sin embargo, aducirá que el amor es una enfermedad pasajera que deja secuelas pero que puede superarse a nada que uno se dedique a lo esencial en la vida: la familia, las aficiones, el trabajo, los amigos… Sin duda, ante el fenómeno del amor cada uno tiene su propia percepción y sensibilidad. Se puede caracterizar el enamoramiento como una “locura” transitoria que no tiene edad y que repercute en gran medida en la vida cotidiana del afectado. Es, normalmente, una emoción que irrumpe sin avisar, intensa y bruscamente y que normalmente se atenuará con el paso del tiempo. El enamoramiento es una experiencia que nos conmueve y conmociona, un estado pasajero en que el mundo tiende a convertirse en un paraíso y la vida en una fiesta: el diálogo, por arte de magia, deviene inagotable; el sentido del tiempo desaparece y el “ser con” y el “ser para” ese alguien se convierte en uno de los ejes de nuestra existencia. El amor, en su primera e impulsiva fase, es una nueva, luminosa y diferente forma de estar en la vida, que sacude nuestros cimientos racionales y nos lleva a vivir desde otra perspectiva.

Los síntomas

Aunque suene irónico, el amor puede contemplarse como una patología, como un trastorno ocasional con sus síntomas característicos. Veamos tres de ellos: la idealización de la otra persona, la admiración que sentimos hacia ella y la atribución de un conjunto de características positivas y nobles, omitiéndose los planteamientos críticos. Otro síntoma es la desaparición de la agresividad: para la persona amada, sólo tenemos palabras dulces y amables. Se produce también un cierto trastorno de la atención: todo se nos antoja óptimo, casi mágico. Así, la vida es un regalo e invita a la ensoñación. La comunicación con el enamorado es más comunión que otra cosa y el sentirse adivinado por el otro provee a la relación de sobreentendidos y certidumbre. “Te querré siempre”, decimos, insuflados de un optimismo ciego y renunciando a mirar a un pasado poco complaciente. Asimismo, aparece el “secuestro mental”: la vida del enamorado gira en torno a cuándo se producirá el próximo encuentro con el destinatario de ese amor. El tiempo adquiere un ritmo distinto, en función de si estamos o no con la persona amada. Sacrificio y esfuerzo no tienen el sentido habitual si se trata de hacer algo por el otro o si permite estar con él o ella. Nos descubrimos más generosos y volcados que nunca: satisfacer, sorprender y agradar al otro se convierte en la mayor ilusión. Ese es uno de los problemas: en esta fase impulsiva y optimista a ultranza: comprender al otro, entenderle, deviene cuestión secundaria.

En los más afectados por el amor, el nerviosismo, las taquicardias, la sudoración, la sensación de no saber cómo comportarse, al igual que las de una extraña placidez y la propensión al lagrimeo y a la risa forman parte de esos momentos irrepetibles del recién enamorado. Visto lo anterior, habrá quien piense que esto de enamorarse (en cuanto que entraña de ingenuidad e ilusión desmedidas y de confianza ciega en el otro) es cosa de juventud o, más bien, de la adolescencia. No todos vivimos de igual modo la experiencia amorosa y puede variar la intensidad de estos síntomas o que no concurran todos ellos, pero la idealización, la peculiar comunicación, la percepción del tiempo, la placidez y las manifestaciones corporales definen el enamoramiento pasional.

Amar es comunicarse y compartir

Amar es darse al otro, comunicarse, desearse y compartirse desde la realidad de quiénes somos. Supone esfuerzo y mimo, confianza y una cierta incondicionalidad ante el proyecto de esa relación. Es un continuo, y casi siempre se manifiesta con vocación eterna, no coyuntural. Pero el enamoramiento profundo y apasionado, sin embargo, es un pico de explosión que no parte de quiénes somos en realidad sino de unos seres mutuamente idealizados por una relación muy intensa. Esta situación idílica lleva incorporada su fecha de caducidad, porque el estado de tensión que genera y la suma dedicación que exige no pueden perpetuarse a lo largo de los años. Cuando hablamos de enamoramiento siempre lo asociamos a otra persona y sin embargo ésa es sólo una forma más de amor. Tal vez ese enfoque sea el que nos responda por qué hay personas que nunca o sólo en su juventud recuerdan haberse sentido enamoradas. Y es que para enamorarse de alguien, hay que tener los poros de la piel abiertos a los paisajes, a las personas que nos rodean, a los sentimientos…. Quien sabe reaccionar ante la frustración y el sufrimiento, está mejor preparado para la flexibilidad y apertura mental y emocional que el amor necesita para brotar. En resumen, para poder enamorarse de alguien hay que amar la vida, mostrar interés por lo que acontece a nuestro alrededor, tener ganas de saber, de crear, y aferrarse a la vida apurándola como hacemos con la última gota de agua cuando nos morimos de sed. Puede ser un planteamiento radical, porque a veces es el amor lo que nos permite acceder a todo un mundo de percepciones ya olvidadas pero también es cierto que muchos lamentan no haber estado “preparados” cuando el amor llamó a su puerta. Porque la respuesta al amor exige una disposición emocional, un atrevimiento, la asunción del riesgo de fracaso de la relación.

En cualquier momento, independientemente de nuestra edad y situación emocional, enamorarse entra dentro de lo posible. Entrar en amores está muy relacionado con la estructura afectiva de las personas, que se ha ido tejiendo en función del tipo de afectos vividos con personas de gran significación emocional, preferentemente del medio familiar. En cada enamoramiento están presentes, si bien de forma oculta, los modelos y expectativas que arrastramos desde nuestras experiencias afectivas más tempranas. Muchas relaciones fracasan porque se repiten inconscientemente modelos de relación que no funcionaron o porque se esperaba que la persona amada llenara vacíos heredados de una experiencia insatisfactoria de otras relaciones familiares o amorosas. Cuántas veces hemos oído lo de “si lo sé, no me caso”. Pero, ¿qué es lo que había que saber? Un tanto toscamente expresado: que la otra persona no es el príncipe azul ni la mujer-madre perfecta que nos imaginamos cuando surgió el amor. Aunque haya excepciones, casi nadie responde del todo a las expectativas que suscitó en el otro mientras duró la fase de enamoramiento, porque somos seres humanos, y por tanto, imperfectos y bien distintos de la persona idealizada que el otro creó en su mente cuando se enamoró.

¿Gestionar el amor?

Hay quien se enamora con frecuencia y de distintas personas por poco tiempo, mientras que otros y otras confiesan no haberse enamorado nunca o haberlo hecho sólo una vez y para toda la vida. El amor pertenece al campo de los sentimientos, a las emociones difícilmente explicables con los argumentos de la razón. El amor hace inexplicable al ser humano y ahí reside su grandeza: continúa siendo un misterio a pesar de los intentos de comprenderlo que el ser humano ha emprendido a lo largo de los siglos. Cuando una persona dice a su enamorado “vida mía” siente que el otro es su vida, el compendio de sus aspiraciones emocionales. Pero ahí reside el riesgo: hay que soñar, pero esperarlo todo de la otra persona equivale a arriesgarse a la decepción. Ahí está la clave del fracaso de muchas parejas. Antes de adquirir un compromiso formal, conviene enfriar un poco los ánimos, bajar al terreno de lo real y estudiar a la otra persona, ensayar una relación que nos permita conocer a fondo a nuestro amante, delimitar su manera de pensar, de comportarse en la cotidianeidad, su modo de percibirnos como personas, lo que espera de nosotros y lo que podemos darle para hacerle feliz y consolidar nuestra relación de pareja.

Durante la fase de enamoramiento disculpamos “defectillos” que casi nos parecen un dechado de originalidad pero quizá el paso del tiempo convierta esas peculiaridades y costumbres en una losa para la relación. Conviene reflexionar un poco. Quizá lo adecuado sea habilitar una convivencia en la que se puedan comprobar lo que dan de sí las expectativas que hemos depositado en el otro. Después podremos adoptar decisiones, siempre dejando la puerta abierta a cambios e imprevistos porque todos somos una caja de sorpresas. En esa cautela pactada puede estar la clave del éxito: vamos a abrir juntos nuestros respectivos cofres para ver qué hay dentro del de cada uno y a asumir conjuntamente la situación real sin perder cada uno su libertad de acción y decisión.

El conocimiento de uno mismo, de las vivencias que han influido en nuestra vida, nos ayuda a saber por qué reaccionamos de determinada manera ante una situación o qué debemos modificar para que las relación amorosa resulte satisfactoria. Pero tampoco nuestra historia personal debe erigirse en condicionante fatal que nos impide abrirnos a opciones con expectativas de éxito. Como seres inteligentes y emocionales que evolucionan, somos un proyecto por hacer.