El arte de conversar

Hablamos mucho, pero decimos muy poco

En Navidad, casi todos intentamos acercarnos un poco más a la familia
1 diciembre de 1999
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Hablamos mucho, pero decimos muy poco

Especialmente, a esos parientes a los que apenas vemos o que más dificultades nos plantean a la hora de relacionarnos. Son unas fechas en la que, cada año, parece reeditarse la obligación de ser felices por dos semanas y de llevarse bien con todo el mundo, o al menos, de aparentarlo.

Es la familia, junto con el de las amistades, el ámbito en el que se escenifica principalmente este propósito de enmienda. Porque casi todos, sin excepciones, sabemos que en materia de relaciones humanas tenemos mucho que aprender y mejorar.

Lo que sigue son unas líneas de reflexión para comunicarnos más eficaz y satisfactoriamente y para saber escuchar a nuestro interlocutor y ponernos en su lugar. No estamos ante un tema trivial: las consultas de psicólogos y psiquiatras están llenas de personas que acuden a ellas en busca de alguien que les escuche. Según los expertos en relaciones humanas, la soledad será uno de los problemas sociales más acuciantes del próximo milenio en los países más desarrollados.

Comunicarse, un acto creativo

Nuestro modus vivendi aumenta el riesgo de quedar aislados de los demás. Por eso es tan necesario mejorar nuestra comunicación en general, reivindicar el placer de la conversación y aumentar el interés por confrontar con los demás nuestras vivencias, opiniones y sentimientos.

Partiendo desde el principio, la comunicación es un acto creativo cuyo éxito no se mide sólo por el hecho de que el otro entienda lo que decimos, sino también porque aporte su propio mensaje. La interacción humana, la comunicación, es la base en la que se forja la convivencia, y una necesidad humana tan esencial como el descanso o la comida. Es en la comunicación donde la persona se construye como el ser complejo que es y donde se produce la socialización. Es un camino, una vía desde la que nos encontramos a nosotros mismos mediante el diálogo con los otros.

Las palabras, sin duda, son fascinantes y nos conviene disponer de un amplio léxico y usarlo con precisión y con toda la libertad posible. Ahora bien, las palabras no pueden aspirar a constituir la totalidad del mensaje, “son sólo el comienzo, detrás de ellas está el cimiento sobre el cual se construyen las relaciones humanas. El cuerpo es el mensaje ” (La comunicación no verbal. Flora Davis. Alianza Ed.). Los expertos hablan también de la comunicación no verbal (apariencia física, postura, gestos, contacto corporal y expresión facial, especialmente la mirada y la boca), y del paralenguaje (tono, volumen y timbre de voz, cadencia, inflexiones y silencios). Algunos especialistas aseguran que del total de la percepción de los interlocutores con los que nos comunicamos, el 55% depende de nuestro lenguaje corporal, el 38% del paralenguaje y sólo el 7% de las palabras que utilizamos. En realidad, esta aseveración no es tan radical: nuestras experiencias más iniciáticas son necesariamente no verbales. Los bebés no hablan, pero aprenden sin parar. La verbalidad, viene después. Pero no nos engañemos, la palabra es insustituible. Palabra, voz y gestos forman, pues, un conjunto indisociable en cualquier conversación y, por extensión, en las relaciones humanas. Birdwhistell sostiene “que el lenguaje corporal y el hablado dependen uno del otro. Cualquiera de ellos aisladamente no nos dará el sentido completo de lo que una persona dice”. Por eso nos parece tan importante ver a quien habla con nosotros, y no nos gusta abordar ciertos temas por teléfono.

Libertad de expresión

Nuestra Constitución reconoce la libertad de expresión como derecho de los ciudadanos. Pero, ¿nos comunicamos con entera libertad? No sólo renunciamos al tacto (cada día nos tocamos menos), restringimos los gestos o controlamos la expresión de nuestra mirada ante algunos interlocutores: lo hacemos también con la información verbal. Pensamos, quizá inconscientemente, que lo que perdemos en expresividad lo ganamos en protección. El resultado de este planteamiento es lamentable, además de paradigmático de nuestra época: normalmente, hablamos mucho y decimos bien poco. Y así, sin darnos cuenta, llegamos a unos paupérrimos niveles de expresividad y a una comunicación tan elemental que cuando necesitamos elaborar y transmitir mensajes con contenidos problemáticos, densos o complejos, caemos víctimas del temor y la duda: ¿sabré decir con precisión lo que quiero?.

Este miedo no es casual. Proporcionar información sobre sentimientos, emociones, complejos o querencias lo asociamos con desnudarnos psicológicamente. Tememos abrirnos a los demás, pensamos que si se nos conoce a fondo nos convertiremos en más vulnerables. Todos somos, a nuestro modo, débiles, pero flaquezas y limitaciones forman parte indisoluble de nuestra personalidad y hemos de convivir con ellas sin ocultarlas a toda costa de la percepción ajena. No se trata de airear nuestros problemas o miedos, sino de afrontarlos con madurez, incluso hablando de ellos. Quien se expresa con libertad y sin temor al “qué dirán” o “qué pensarán” es quien mejor se conoce y se acepta como es. Y nadie transmite mejor idea de sí mismo ni es más fuerte ante posibles agresiones del exterior que quien se conoce y se acepta como es.

Conversar: una necesidad y un arte
  • Seamos conscientes de que nuestra forma de ser y estar en el mundo, el tipo de convivencia que creamos a nuestro alrededor, es entera responsabilidad nuestra.
  • Hablemos de nosotros y desde nosotros. Huyamos de los estereotipos y de las
  • conversaciones exclusivamente banales.
  • Gestionemos positivamente nuestras limitaciones y miedos. A casi todos nos gusta la gente natural y sincera. Aunque no sea perfectos ni admirables.
  • Compartamos opiniones, sentimientos y emociones con quienes nos rodean. No seamos tan reservados, y hagamos saber a los demás lo que pensamos, necesitamos y queremos.
  • Atendamos a nuestra respiración, tono y modulación de voz: nos informan de nuestras emociones y ayudan a que transmitamos bien el mensaje. Tengamos en cuenta también nuestro movimiento corporal y expresión facial.
  • Miremos a la cara de la persona que tenemos enfrente, tanto cuando nos toca hablar como cuando escuchamos. Utilicemos la sonrisa como señal de aceptación y acercamiento, no como disimulo o para caer bien.
  • Escuchemos de verdad. Hagamos sentir a la otra persona que es importante para nosotros.Quien sabe escuchar y se interesa por los sentimientos de sus interlocutores, es más querido por los demás. Y sus mensajes son escuchados con más atención y cariño.
  • Aceptemos opiniones diferentes a las nuestras, aunque no las compartamos. Y reflexionemos sobre ellas.
  • Eliminemos los obstáculos que frenan la comunicación: acusaciones, exigencias, juicios de valor, prejuicios, generalizaciones o estereotipos, negatividades y silencios tortuosos.
  • Sepamos del espacio vital y de los límites que cada persona quiere mantener ante nosotros, para que no se sienta invadida en terreno que entiende exclusivo.
  • Reivindiquemos la ternura y la afabilidad en la charla. El riesgo de resultar empalagosos no debe desanimarnos: pecamos, casi siempre, de lo contrario.