En la infancia, no todo es felicidad
El ciudadano biempensante, cualquiera de nosotros, difícilmente ubicaría estos lamentables episodios en hogares convencionales, con padres integrados socialmente y que gozan de una calidad de vida equiparable a la de la mayoría. El imaginario colectivo no actúa inocentemente ni por azar. En este caso, al menos hay dos argumentos que explican por qué asignamos automáticamente estos malos tratos a los niños con familias de ambiente marginal o especialmente difícil.
En primer lugar, las noticias que difunden los medios de comunicación se hacen eco exclusivamente de las prácticas más degradantes y lesivas para los niños: maltratos físicos graves, torturas, asesinatos, desatención palmaria a las necesidades elementales de los pequeños, o el uso de sus cuerpos o imagen con fines pornográficos…. y apenas prestan atención a otro tipo de maltratos menos rentables desde una perspectiva de comunicación, por menos llamativos o menos morbosos.
Y en segundo lugar, muchos padres que jamás cometerían uno de esos atropellos que indignan a cualquiera, reducen el maltrato infantil a un catálogo tan corto de prácticas que les impide reflexionar sobre la posibilidad de que alguno de sus comportamientos habituales o esporádicos para con sus hijos pueda tratarse en realidad de un hecho de malos tratos.
Está en todos lados
Este problema está más extendido de lo que queremos pensar y, aunque de manera solapada, se manifiesta incluso en nuestro entorno social más próximo. Es un drama orillado, porque no se dispone de datos que sitúen su verdadera dimensión de modo numérico y estadístico. Y porque es una vergüenza social, un déficit de humanidad, sensibilidad y cultura cívica que duele asumir como lo que es, una enfermedad del sistema de convivencia que nos hemos dado los seres humanos.
No es pecar de pesimismo pensar que el problema de los malos tratos a los niños crece en intensidad y frecuencia: nuestra sociedad se desarrolla y crece en una economía de mercado en la que las estructuras que generan bienestar social no son suficientemente eficaces y se tiende a masivas concentraciones urbanas, con el consiguiente desplazamiento de familias enteras que viven en otros entornos a ambientes culturales extraños y desprovistos de medidas de protección y acogida. Además, las bolsas de pobreza y marginación, cada vez mayores, constituyen un problema de muy difícil solución en muchos países económicamente desarrollados, entre ellos el nuestro. Y, desde el punto de vista psicológico, parece constatarse la tendencia a que la agresividad que generan las frustraciones que acumulamos a lo largo del día se desahogue sistemáticamente con los más débiles, en este caso los niños.
El perfil del maltratador no es forzosamente el de un demonio sin sensibilidad, un desequilibrado, un marginado sin referencias sociales o un padre o madre que sufrió el problema en su propia piel cuando fue niño o niña. Puede caer en estas prácticas cualquier persona que no metaboliza adecuadamente la angustia que causan los fracasos y humillaciones en el trabajo, el rechazo de los amigos, la insatisfacción ante su vida personal. A otros adultos se les va la mano por simple ignorancia de la repercusión que su comportamiento puede acarrear para el niño.
Qué es, en realidad, el maltrato
Un niño es maltratado o sufre abusos cuando su salud física y su seguridad o su bienestar psicológico se hallan en peligro por las acciones infligidas por sus padres o por las personas que tienen encomendado su cuidado. Puede producirse maltrato tanto por acción como por omisión y por negligencia. Se considera que hay cuatro tipos de maltrato. Maltrato físico es cualquier lesión causada al niño como consecuencia de golpes, tirones de pelo, patadas, pinchazos¿ propinados de manera intencional por parte de un adulto. También están los daños causados por castigos inapropiados o desmesurados. Es difícil distinguir cuándo termina la imposición de la disciplina mediante castigos físicos “razonables” y cuándo comienza el abuso. Quien utiliza el castigo fìsico argumenta que lo hace como último recurso, cuando otras alternativas correctoras menos expeditivas (y que entrañan mayor esfuerzo por parte de los padres), como las explicaciones y otros castigos o amenazas menores han demostrado su ineficacia. No tiene intención de lesionar, sólo pretende corregir una conducta inadecuada. Pero, con la excepción del “pequeño azote a tiempo”(considerado por muchos padres como necesario, aunque pervive el debate social al respecto), que es disculpable sólo cuando el niño se muestra refractario a cualquier otra forma de corrección, el castigo físico es un atentado contra la dignidad y la autoestima del niño, y puede causarle graves daños emocionales.
Los niños que sufren frecuentes o graves castigos físicos tienden a reproducir actitudes violentas, ya sea para conseguir sus fines o incluso sin motivación aparente.
Los signos del maltrato físico son: quemaduras, fracturas o hematomas, que aparecen bruscamente sin una explicación convincente; el niño atemorizado ante el acercamiento de los mayores; los padres que se refieren a su hijo despectivamente y la familia trata al niño con exagerada disciplina física.
El segundo tipo de maltrato es el abandono o negligencia, descuidos importantes en la esencial tarea de cubrir las necesidades básicas del niño, ya sea en educación, salud y seguridad o bienestar. Estamos ante un abandono físico cuando se desatiende la salud del niño, se le expulsa de casa o se le deja repetidamente al cuidado de menores, y se trata de abandono educacional cuando no se vela para que el hijo disponga de una educación y escolarización adecuadas a sus necesidades. Los signos del abandono o negligencia: absentismo escolar, problemas visuales o dentales que no reciben la atención que necesitan, aspecto descuidado, niños pequeños que se quedan solos en casa, menores mal vestidos cuando la capacidad económica de los padres no es crítica…
El maltrato emocional
Es una de las formas más extendidas de maltrato infantil y quizá la más tolerada socialmente. Son niños insultados, menospreciados o ridiculizados precisamente por los adultos que deberían fomentar su autoestima y crecimiento personal. Esta violencia causa en los niños perturbaciones que influirán en su salud psíquica. Las víctimas a adoptan comportamientos extremos (llaman la atención o se muestran muy pasivos) o adoptan comportamientos adultos protegiendo a otros niños, o parecen más infantiles de lo que por edad les corresponde. En ocasiones, se han registrado intentos de suicidio en estos niños.
El abuso sexual
Consiste en los contactos entre un adulto y un niño que proporcionan satisfacción sexual al adulto sin que el niño pueda dar un consentimiento consciente. La mayoría se producen en el ámbito del hogar. El que abusa normalmente es miembro de la familia o una persona allegada. Los signos de abuso sexual dependen de muchos factores, como el momento de la vida del niño en que acontecen, si hubo o no fuerza y amenazas, y de la personalidad del niño y del abusador. De todos modos, es habitual que el niño que sufre abusos sexuales se niegue a hacer ejercicios físicos en la escuela, muestre conductas o conocimientos sexuales inapropiados para su edad y que pretenda iniciar contactos sexuales con niños menores que él.
- Cambios repentinos en su conducta habitual.
- Problemas físicos que no reciben atención de sus padres.
- Se muestra ansioso y expectante como si algo malo fuera a pasar.
- Absentismo escolar injustificado.
- La familia se interesa poco por el proceso escolar del hijo y no acude al colegio cuando se le llama.
- Los padres niegan que el niño tenga problemas y a la vez lo desprecian por su conducta.
- La familia exige al niño metas inalcanzables para su capacidad. – Los padres o adultos a su cargo le ridiculizan frecuentemente Los niños no miran a la cara a la gente o hablan mal de casi todo el mundo.
Los casos de maltrato infantil no salen a la luz y no se denuncian porque no sabemos identificar los signos que delatan que a un niño le maltratan, o bien porque cuando las evidencias existen preferimos evitar problemas o tememos que hacerlas públicas pueda volverse contra del propio niño. O también porque el presunto maltratador es una persona próxima o conocida. La “vista gorda” ante esta lacra social no carece de muy comprensibles justificaciones, y es por ello que tiene tanto predicamento.
Es un problemas de dimensión e interés comunitario: la sociedad en su conjunto debe buscar las soluciones, pero… cuando un particular alimenta fundadas sospechas de que un niño o niña está sufriendo malos tratos debe actuar con responsabilidad ética y con la máxima prudencia. Lo primero es poner el caso en manos de los Servicios Sociales, que determinarán cómo se aborda la situación desde el aspecto legal, psicológico, familiar, escolar y contando con la colaboración de las instituciones especializadas en atención a menores. Si las intervenciones públicas tardan en actuar, no lo hagamos nosotros directamente ante el niño ni ante la familia. Y mucho menos aún, convirtamos estos hechos en objeto del cotilleo y morbo de la vecindad.
La discreción y el sentido común son, en este caso, un deber moral y favorecen la solución de estas situaciones. Pensemos también en la imagen y honorabilidad de los supuestos maltratadores. Un exceso de celo puede ser perjudicial. Si los servicios sociales no atienden nuestra demanda, podemos insistir ante la institución correspondiente (normalmente, el Servicio Social de Base del Ayuntamiento). De persistir la demora, tenemos el deber cívico de denunciar el hecho ante las autoridades, especialmente cuando la violencia que sufre el niño es manifiesta y reiterada. Corresponde a los servicios públicos de atención a la infancia abordar las situaciones de maltrato infantil, pero todos somos responsables de favorecer las condiciones sociales para que los derechos de los niños sean respetados.