Desde uno mismo, hacia los demás
Llegamos a estar enamorados de dos personas a la vez, a odiar y apreciar al mismo tiempo a un mismo individuo, a prodigar auténticas ceremonias de hipocresía con nuestra pareja, amigos, compañeros de trabajo o familiares. Cada día pensamos una cosa y hacemos otra bien distinta al respecto; unas veces actuamos así por no hacer daño a los demás, otras por pura conveniencia, por comodidad, … Vamos modelando nuestra manera de ser en función de lo que los demás esperan de nosotros. Pero las cosas no suceden así por casualidad. Al cabo de los años, vivimos circunstancias en que es más sensato y conveniente “maquillar” nuestro comportamiento, adecuarlo al contexto, ocultar nuestros verdaderos sentimientos, moderarnos en nuestras respuestas o amordazar nuestra espontaneidad en aras de una supuesta convivencia armoniosa.
Lo peligroso de este juego, el de las apariencias, el de los secretos y mentiras, es que muchos naufragan en él. Y sobreviene el vacío: “¿quién soy en realidad?”. Este fracaso, este desencuentro con uno mismo, puede deberse tanto a la pérdida (u olvido) de la propia identidad personal (de puro jugar, se olvida uno de lo real, lo que queda tras la representación), como al desconcierto y el temor que nos asolan ante las situaciones difíciles. Y no es extraño, porque las reglas, muy sutiles ellas, no están escritas, y las experiencias ajenas difícilmente sirven. Estas representaciones actorales, asumidas con naturalidad por casi todos, no serán perjudiciales si mantenemos la cabeza fría y sabemos distinguir lo que pensamos, lo que hacemos y lo que, en definitiva, somos de verdad. Conocer a fondo el juego de las apariencias puede resultar entretenido y muy instructivo, además de que aprenderemos mucho sobre el género humano. Y sobre nosotros mismos.
Cumplir con lo previsto
Crear nuestra imagen y consolidarla ante el exterior y ante nosotros forma parte del aprendizaje para la vida. A medida que crece la competitividad, lo hacen las comparaciones; de ahí la trascendencia de que cumplamos con el prototipo que entendemos se nos ha asignado. La duda surge cuando nos preguntamos si mi imagen exterior y mi comportamiento son los que los se esperan en mí. O, aún peor, cuando nos interrogamos si cumplimos nuestras propias expectativas, si nos gustamos realmente. A fuerza de creer que si no soy ese alguien que los demás “exigen” no seré nada, no me querrán o no me aceptarán, puedo interiorizar esa imagen-modelo, y acabar comportándome sin discernir si quien así actúa soy yo o mi proyección impostada.
Es como si mi yo y mi réplica se entremezclasen de continuo consiguiendo una fusión. La trampa radica en que, al final, esa mescolanza me resulte ajena, no sepa quién soy y, aún peor, qué quiero ser. O que la imagen que los demás se han hecho de mí (con mi colaboración y consentimiento) sea tan distinta de lo que soy en realidad que surjan esos contrastes que pueden sumirnos en las dudas, o propiciar alguna crisis de identidad. La imagen que he fabricado me protege de mi yo auténtico y me impide el encuentro con él, obligándome a vivir constantemente desde el sentir ajeno.
Mi comportamiento, en suma, llega a no depender de lo quiero, siento o pienso, sino de lo que creo que en cada situación se espera de mí. Una manera de actuar que en lugar de regirse por el “yo así lo entiendo y así obro”, se guía por el “quedar a la altura de las circunstancias”, de las expectativas que hemos alimentado en los demás. El qué hacer queda supeditado a lo que intuyo que es “lo que ellos creen que debo hacer”.
Limitamos la percepción de nosotros
Conceder demasiada importancia a la imagen, a cómo nos verán los demás, mina mi autoestima y propicia miedos e inseguridad, además de incidir (muy negativamente) en la pérdida de referencias sobre mí mismo. Me aísla del mundo, puesto que tan sólo permito que se me conozca desde una perspectiva, la única que proyecto hacia los demás cuando me relaciono. Muchas parejas, tras convivir durante décadas, descubren que no se conocen en lo fundamental, en lo íntimo, aunque sepan al dedillo las manías y costumbres de su cónyuge. Para proyectar nuestro verdadero yo, hemos de conocernos (no es fácil, requiere un poco de introspección y hacernos preguntas a veces complicadas de responder sinceramente), atendernos, escucharnos y amarnos. Y, desde ese punto de partida, relacionarnos con los demás.
Ahora bien, ser yo no significa ignorar las reglas sociales que cada espacio y grupo de personas requiere. Sin dejar de ser yo, no me mostraré de la misma forma cuando solicito un trabajo, hago el amor con mi pareja, la compra, o ceno con amigos. Sin arrinconar la consciencia de quién soy, adoptaré las maneras que entiendo convenientes; pero siendo y sintiéndome artífice de mi vida. La mejor fórmula para que me quieran es queriendo yo como lo que soy: una persona auténtica, íntegra y real.
- Atendiendo preferentemente a nuestros sentimientos, gustos y raciocinios (es necesario conocernos bien). Y prestando sólo atención relativa a las expectativas de los demás.
- Recordando que el derecho de vivir según pensamos y sentimos, también ampara a quienes nos rodean.
- No juzgándonos a cada momento, sino reflexionando con cariño y espíritu crítico sobre nuestras decisiones.
- Practicando la autoafirmación. Somos únicos, e irrepetibles. No hemos de copiar planteamientos ni criterios ajenos. Los nuestros son válidos, mientras no se demuestre lo contrario.
- Teniendo claro que cada decisión corresponde a un “aquí y ahora” y que podemos cambiar de opinión. Y de manera de actuar.
- Aceptándonos, queriéndonos y gustándonos tal cual somos. Asumiendo nuestras contradicciones e intentando mejorar cada día.
- Siendo cada uno nuestro mejor amigo, para poder llegar a ser un auténtico amigo de los demás. De quienes nos aprecien por cómo somos en realidad.