Algas, hongos y guisantes: la nueva ‘carne’
En 2050 la población humana superará con creces los 9.000 millones de habitantes. Con el cambio de siglo serán 11.180 millones. Para alimentar a toda esa población y garantizar comida a los millones de personas que pasan hambre, la producción de alimentos tendría que aumentar entre un 50% y 60%, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Eso sin contar con el cambio climático, que con sus sequías, deforestación y lluvias torrenciales, puede desequilibrar las cosechas y amenazar la producción de cultivos para consumo humano y pienso para el ganado. Por si fuera poco, una vaca, un cerdo o un atún necesitan años hasta alcanzar el peso adecuado para su consumo.
La búsqueda de fuentes de proteína alternativas ya no es solo una petición de veganos o animalistas. Es una necesidad para nuestra supervivencia como especie. En 2022, las alternativas de proteína no animal se limitan a las legumbres de toda la vida, la soja, la chía y sus combinaciones con cereales, frutos secos y poco más. Este panorama podría ser muy diferente en apenas cinco años gracias a la incorporación de nuevas fuentes de proteína de alta calidad, más sostenibles y a precios razonables.
Biomasa, la proteína verde del mar.
Actualmente hay muchas líneas de investigación abiertas en este mercado porque hay una demanda creciente de proteínas de origen no animal. Las clásicas hamburguesas vegetales a base de garbanzos o lentejas son ya la prehistoria de este cambio. Las nuevas proteínas y las que quedan por venir están elaboradas con materias primas innovadoras y se apoyan en biotecnologías impensables hace solo un par de décadas. Algunas ya han llegado a los supermercados. A otras aún les queda un largo recorrido para lograr la aprobación de las autoridades sanitarias o una producción a gran escala. Pero ya están en camino.
Una de estas nuevas materias primas son las microalgas. Cuando se habla de ellas es fácil pensar en las algas y no son exactamente lo mismo, aunque todas vivan en el mar. Las algas comestibles –el wakame, por ejemplo– aportan, sobre todo, minerales y vitaminas. Las microalgas, en cambio, son seres unicelulares microscópicos formados en un 70% por proteína de alto valor biológico, como la ficocianina. El resto de su contenido lo forman ácidos grasos poliinsaturados, antioxidantes como la astaxantina o betacarotenos, entre otros.
Al ser organismos tan simples, su multiplicación es extremadamente rápida y sencilla. Se cultivan en tanques especiales, sin necesidad de suelo ni fertilizantes y en condiciones controlables. Esto evita cualquier tipo de contaminación
–algo que en los océanos no se puede evitar–, ya que el agua de los tanques se somete a exámenes regulares para que siempre tenga la misma composición. Así, se pueden obtener alimentos estables y seguros. En verano, cuando más horas de luz hay y las temperaturas son más altas, las microalgas crecen más rápido y se pueden llegar a recolectar en un día.
De los piensos al consumo humano.
Existen más de 30.000 especies de microalgas. De ellas, apenas se han estudiado unas 100 y solo se explotan comercialmente entre 10 y 15 variedades. La reina es la espirulina, pero también se comercializan la dunaliella o la chlorella, entre otras.
Las microalgas llevan ya tiempo utilizándose en los piensos para animales de granja o en la acuicultura, como una medida para paliar la sobreexplotación del suelo para la alimentación del ganado. Según la Plataforma Tecnológica y de Innovación Biomasa para la Bioeconomía (Bioplat), emplear microalgas como la espirulina y la chlorella en los piensos animales mejora el sistema inmunitario del animal y el engorde es más eficiente gracias a su composición en proteínas, carbohidratos, ácidos grasos esenciales, vitaminas y minerales. Y todavía se investigan más beneficios. Por ejemplo, la empresa AlgaEnergy estudia una combinación de microalgas con un alto contenido en calcio, proteínas y carotenoides para la alimentación de aves de corral. Estos micronutrientes podrían favorecer la producción de huevos con yema de color intenso y cáscara más resistente.
En lo que respecta al consumo humano, los proyectos van algo más despacio, sobre todo, porque se necesita aprobación de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), basada en la normativa sobre nuevos alimentos (Reglamento 2015/2283). Microalgas como la espirulina y chlorella, por ejemplo, ya se pueden emplear para el consumo humano, pero todavía hay nuevas especies que requieren aprobación. “Nos sentimos un poco como don Quijote luchando contra los molinos. Supongo que a medida que crezca la necesidad de lograr proteínas alternativas se agilizarán las autorizaciones, de modo análogo a lo que sucedió con las vacunas de la covid”, declara Fidel Delgado, director de Neoalgae, una empresa asturiana especializada en el cultivo de microalgas.
En la hoja de ruta de esta empresa se trabaja tanto en el aprovechamiento de la microalga como alimento final como para incorporarlas en otros productos alimentarios. “Estamos aislando proteínas sin color ni aroma que se podrían añadir como un ingrediente más en alimentos proteicos tipo albóndigas o hamburguesas vegetales. Incluso mezclarlas como proteína complementaria en fórmulas de origen animal para mejorar su perfil nutricional”, explica Delgado. Su idea no es erradicar los productos animales, sino complementarlos en productos análogos a la carne que pudieran tener un 60%-70% de proteína vegetal o de microalgas. En su horizonte aún quedan un par de años hasta tener completado un dosier para presentar a la EFSA. Si consiguieran el beneplácito de las autoridades europeas podríamos verlas en las baldas de los supermercados antes de terminar la década.
¿Quieres la hamburguesa con sabor a cordero o a vaca madurada? ¿Muy hecha o en su punto? La impresión 3D se suma a las proteínas vegetales para ofrecer propuestas costumizadas al momento en el propio restaurante. La empresa israelí SavorEat acaba de lanzar hamburguesas hechas con impresoras 3D a base de plantas que permiten adaptar el sabor al gusto de cada cliente. Cuando el comensal hace su pedido, puede elegir la cantidad de grasas y proteínas de la carne. A continuación, la hamburguesa se elabora a la carta en una impresora 3D con tres cartuchos que contienen aceites y una combinación de patata y proteína de garbanzo y guisante. Así, en apenas seis minutos, ya tenemos una hamburguesa con sabor a ternera, vacuno y cerdo. Para ver cuál es la aceptación de estos productos, se montó el pasado mes de noviembre un stand en unos grandes almacenes de Londres en el que se podían probar salchichas de judía blanca y sándwiches de “cordero” vegetal hechos con una impresora 3D. Son solo experiencias piloto dentro de un modo de producción que todavía está lejos de implantarse a gran escala.
Más hongos contra el desperdicio
La fermentación es una forma de generar nuevos alimentos casi tan antigua como el ser humano. Consiste en emplear ciertos microorganismos (bacterias, mohos u hongos) para que generen reacciones químicas que transformen los alimentos. Así se elaboran la cerveza, el vino, el yogur o el queso y, más recientemente, las proteínas alternativas. Un ejemplo muy conocido es el tempeh, un alimento con un alto contenido en proteínas que se obtiene de las semillas de soja fermentadas mediante el hongo Rhizopus oligosporus. Pero esta técnica se puede aplicar a otros vegetales para lograr nuevos alimentos.
En este nuevo uso de la fermentación, esos microorganismos se convierten ya no en meros obreros, sino en el ingrediente principal. Un ejemplo es Quorn. Esta “carne” vegetal, patentada por la empresa británica Marlow Foods, se fabrica a partir del hongo Fusarium venenatum y contiene todos los aminoácidos esenciales y un 15% de proteínas. Aunque no llega al 24% de proteínas que aporta un filete de carne, es una cantidad considerable si se tiene en cuenta que se obtiene a partir de un hongo que se alimenta de carbohidratos. Este producto ya tiene una amplia distribución en Reino Unido y Estados Unidos, aunque en España, donde ya se vende, aún es bastante desconocido.
Lo realmente revolucionario de los fermentos es su papel en la circularidad, ya que permiten transformar residuos alimentarios en alimentos proteicos de alto valor nutricional. Se emplean restos ricos en azúcares, desde cáscaras de fruta a desechos de la fabricación de cervezas, de forma que no solo se combate el despilfarro, sino que se podrían convertir en una herramienta contra el hambre con un bajo impacto medioambiental.
De la fábrica de cerveza al plato.
En España se desarrollan varias iniciativas de economía circular con el hongo Fusarium. Un ejemplo es ODS Protein, una empresa tecnológica que cuenta con el apoyo de la Universidad de Vigo y el centro tecnológico AINIA. “Usamos como materia prima desechos de la agricultura y melazas, como el bagazo –residuo de los frutos que se exprimen para sacarles el jugo–, procedente de la industria cervecera (Estrella Galicia). Son productos que los humanos no aprovechamos. Como mucho, sirven para compost en la agricultura o se convierten en desperdicio alimentario. Sin embargo, son una fuente de nutrientes para los hongos”, explica Iria Valera, directora y cofundadora del proyecto.
Esta empresa cuenta con grandes biorreactores en los que se introducen los hongos y restos de cáscara de cereal empleados en la fabricación de cerveza y que sirven de alimento para el hongo. Mientras la proteína animal tarda meses o años en estar lista para su consumo, los microorganismos duplican su número en cuestión de horas. Y el producto final no tiene desperdicio, como huesos, piel o sangre. “Hemos logrado ya un 60% de proteína en peso seco que es, además, una excelente fuente de fibra que nos permite aportar textura al alimento final”, añade Valera. Estos fermentados también aportan algo de oligoelementos y poca grasa.
La proteína obtenida se podría utilizar en los clásicos preparados para lasañas o salchichas vegetales, así como en suplementos de proteína láctea. Una tercera vía serían los alimentos funcionales, como preparados proteicos para deportistas o los de carácter médico para personas mayores con sarcopenia (pérdida de masa, fuerza y funcionamiento de los músculos en los ancianos). “Según las necesidades del producto en el que se emplee, podemos variar el caldo nutritivo del hongo para modular el color o el sabor. Si es para el sector lácteo, el fermentado tiene que ser blanquecino y sin sabor. En cambio, a la industria cárnica le favorece un tono tirando a marrón”, destaca.
Para cambiar de color, se juega con el pH del fermento. Con un pH en torno a siete, el color es verde intenso, que se vuelve más blanquecino a medida que se acidifica. Si se baja el pH a tres, se vuelve rojo intenso. Aunque también se pueden incorporar pigmentos como las antocianinas o betalaínas, que tienen un tono morado. A esto hay que añadir la propia coloración o el sabor del ingrediente inicial. Si es harina de trigo refinado o arroz, que son blancos y bastante insípidos, el fermentado será blanco y con poco sabor.
¿Cuándo van a llegar al mercado? Como están utilizando un hongo ya validado por la EFSA, su aplicación en productos finales sería inminente. “Si logramos escalar la producción, estaríamos hablando de finales de 2023 o 2024 para poder verlos en los supermercados”, señala Valera. De paso, ya están buscando su denominación comercial. “Micoproteína”, un término más corto y comercial que “proteína fermentada procedente de hongos”, tiene muchas posibilidades de ser la referencia nutricional que acabe impresa en las etiquetas.
Antes de comercializarse para el consumo humano en la UE, todas las nuevas proteínas deben ser aprobadas por la Comisión Europea. El procedimiento de autorización se describe en los artículos del 10 al 13 del Reglamento sobre nuevos alimentos 2015/2283 y se puede poner en marcha a iniciativa de la propia Comisión Europea, de un Estado miembro, de un tercer país o de otro interesado, por ejemplo, una empresa que desarrolla las nuevas proteínas. La Comisión puede pedirle a la EFSA una evaluación de la seguridad de ese alimento y, si todo es correcto, presenta un proyecto de acto de ejecución ante el Comité Permanente de Vegetales, Animales, Alimentos y Piensos, por el que se autoriza la comercialización de ese nuevo alimento en los Estados miembros. Los responsables de seguridad alimentaria de la UE se encargan de realizar todo tipo de pruebas de laboratorio para demostrar que es un alimento seguro. ¿Cuánto se tarda en lograr esa autorización? Según explica la tecnóloga de los alimentos y nutricionista Beatriz Robles, “la EFSA tiene un plazo de nueve meses para emitir su dictamen. A partir de ese momento, la Comisión tiene siete meses para presentar al Comité el proyecto de Acto de Ejecución”. Los expedientes deben contener datos sobre las propiedades de composición, nutricionales, toxicológicas y alergénicas de los nuevos alimentos, así como información sobre los procesos de producción correspondientes y los usos y niveles de uso propuestos.
¿Cómo hacer que parezcan carne?
La respuesta está en una técnica de fabricación: la extrusión. Esta tecnología no es nueva, lleva más de 30 años empleándose, sin ir más lejos, para convertir las harinas en cereales de desayuno o elaborar chicles y pasta al huevo. Se trata de un proceso tecnológico que modifica la composición nutricional del alimento y sus características organolépticas mezclando distintas materias primas. “Los alimentos que se procesan mediante extrusión son cocidos a alta temperatura (por encima de 100 ºC) al mismo tiempo que son sometidos a altas presiones. Todo ello en un breve espacio de tiempo”, explican desde AINIA.
En los últimos años este método se aplica en la fabricación de nuevos alimentos proteicos a base de legumbres, insectos, cereales y hasta verduras. Mezclar varios ingredientes y cambiar su estructura hace que se pueda aumentar el valor nutricional del alimento final, mejorar sus propiedades –que retenga más agua o se disuelva con más facilidad– y hasta reducir la presencia de sustancias tóxicas o poco valiosas, como las micotoxinas y los antinutrientes (sustancias –como las saponinas de las legumbres– que segregan las plantas y que pueden interferir en la absorción de algunos nutrientes).
Pero, sobre todo, la extrusión cumple el deseo de disponer de “comida vegetal que parezca carne, sepa a carne y se prepare como carne, pero sin serlo”. Como explica Mariana Valverde, del departamento de Tecnologías de Producto y Procesos de AINIA, “con la extrusión de alta humedad se consiguen productos muy homogéneos y con una textura similares a la fibra muscular de los animales. Luego se aromatizan, rebozan o cortan para formar parte de alimentos análogos a la carne, como hamburguesas o fiambres vegetales”.
Mientras los productos obtenidos con la extrusión de alta humedad tienen entre un 50% y un 70% de agua, los elaborados mediante la extrusión de baja humedad presentan una textura seca (aproximadamente un 10% de humedad). “Para consumirlos hay que rehidratarlos o cocerlos, de forma que tengan una textura esponjosa. Un ejemplo muy conocido es la soja texturizada, que podemos usarla como producto final o añadirla a sopas, boloñesas… También son cada vez más frecuentes los texturizados de guisante. Desde el punto de vista industrial se usan, por ejemplo, en las barritas de proteínas”, cuenta Valverde. Estos texturizados de baja humedad cuentan con una ventaja de cara a la organización de nuestra despensa: no requieren refrigeración y tienen una larga duración.
En la actualidad, los análogos cárnicos que podemos encontrar en el mercado tiran hacia la carne o el pollo. “En un futuro próximo vamos a trabajar en el desarrollo de análogos al pescado mediante extrusión”, avanza Valverde. La tecnología actual aún está lejos de ofrecernos algo parecido a medallones de merluza. “Vamos más bien hacia atún desmigado”, explica. Un ingrediente que podría usarse en empanadas o tortillas.
Con estas nuevas proteínas encontramos una paradoja. Al producirse muestran unos valores nutricionales privilegiados: alto contenido en proteínas, ácidos grasos omega 3, fibra, minerales… Pero para su comercialización, se incorporan como ingredientes en alimentos utraprocesados con valor nutricional bastante más bajo. Se les añaden potenciadores de sabor o colorantes que recuerdan a la carne y se les da una forma conocida, como salchichas o bocados de pollo. En otras palabras, tenemos una materia prima excelente que acaba convertida en alimentos ultraprocesados. Es la primera estrategia de la industria para comercializar algo que le es desconocido al consumidor.
Como sucede con otros alimentos, hay que leer la lista de ingredientes y la información nutricional para saber si se trata de un alimento de consumo esporádico o puede consumirse a diario, como las proteínas de batidos para deportistas. En una segunda fase, cuando se hayan vencido los primeros recelos, es posible que aparezcan productos como bolitas de microalga salteadas para incorporar a las ensaladas o carne picada a para hacer hamburguesas en casa, de la misma forma que ahora compramos carne picada. Esta segunda oleada de productos con proteínas alternativas tendrá perfiles más saludables. Es cuestión de tiempo y de que el consumidor las pida.
El prometedor futuro del guisante
Hoy en día, dentro de las proteínas vegetales, la soja sigue siendo la reina. “Pero hay una parte de la población que no puede tomarla por alergia. Por eso cada vez la industria se abre más a trabajar con otras proteínas vegetales con menos alérgenos, como el guisante o el haba”, apunta Valverde. “Y desde el punto de vista nutricional, también es una fuente muy completa de aminoácidos”, añade.
El guisante ya se ha hecho un hueco entre los suplementos de proteínas para deportistas en sustitución del suero lácteo. También, en los snacks. Estos productos se elaboran con una mezcla de harina de guisante, sémola de arroz y aceite de oliva. Hay incluso guisante texturizado para albóndigas, como relleno de croquetas, lasañas o empanadas y hasta un análogo del beicon.
Ya hay numerosas empresas trabajando con el guisante como sustituto de la carne. Por ejemplo, el gigante brasileño Planterra Food ha desarrollado Ozo True Bite, un beicon a base de proteína de guisante, trigo, harina de arroz, soja, jalapeños, aceite de girasol y aceite de coco. Por supuesto, ahumado. La campaña de publicidad se jacta de que el producto lleva un 50% menos de grasas saturadas que el beicon de cerdo.
Otros trabajan en replicar un bistec completo a partir de guisantes. Es la propuesta de Martin Hofmann, un investigador de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich (ETH), que pretende simular la textura fibrosa y la distribución de la grasa de la carne de vaca. Para emular el tejido magro emplea proteína de guisante, zanahorias y trigo muy picados, así como un poco de aceite y agua. El tejido graso se imita con una emulsión de agua y aceite.
Aumentar las plantaciones de guisante como fuente de proteínas podría tener, además, otros beneficios para la agricultura. Esta legumbre fija el nitrógeno en los cultivos rotativos, mejora la fertilidad del suelo y crece bien en terrenos con no demasiada humedad. Incorporar el guisante como una forma más de proteína ayudaría a reducir tanto la huella de carbono atribuible a nuestra alimentación como el gasto de agua. Basta solo un dato: para producir un kilo de legumbres hacen falta unos 50 litros de agua, según la Fundación Aquae. Un kilo de carne de vacuno, por su parte, requiere alrededor de 15.000.
El guisante, junto a las microalgas y a los hongos, son tres ejemplos de la búsqueda de alternativas a la carne dentro del mundo vegetal. Algunas de sus aplicaciones ya están en el mercado y otras llegarán en los próximos años. Pero la búsqueda continúa y la ciencia sigue investigando nuevas fórmulas para alimentar a un población cada vez más extensa y exigente.
Por mucho que la ciencia desarrolle alimentos saludables y con una reducida huella de carbono, la prueba de fuego es el paladar del ciudadano de a pie. En la pasada edición de Food 4 Future en Bilbao, John Regefalk, chef e investigador en el Basque Culinary Center, presentó un perrito caliente muy especial. Llevaba pan, kétchup y mostaza como un hot dog normal. Lo extraordinario era la propia salchicha, elaborada con proteína de hongo, especias, almidones y grasas de origen vegetal. No era un perrito normal, pero parecía, olía y sabía como uno.
El tecnólogo alimentario Mario Sánchez formaba parte del reducido número de comensales que pudieron degustarlo. “El sabor está muy logrado. La textura también”, comenta. Comparado con otras salchichas vegetales ya existentes en el mercado, incluso con las de soja o proteína de guisante, las micoproteínas ofrecen una textura carnosa gracias a los micelios del hongo. De esta forma, cada bocado recuerda mucho a la carne de verdad y hace que la mente se olvide que lo que tiene en la boca jamás ha pertenecido a un animal. “Lo malo es el precio. Sigue siendo una proteína más cara en comparación con otras vegetales. Pero de cara al futuro me parece muy interesante”, cuenta Sánchez.
El siguiente paso es innovar en tecnología y ampliar la financiación para alcanzar grandes producciones que abaraten los costes. “Con respecto a otras proteínas alternativas, como los insectos, la micoproteína tiene una ventaja: es más fácil que el público la acepte. Los fermentados ya son habituales en los supermercados, por lo que no habría tanto choque cultural, ni el rechazo que suele producir un alimento radicalmente nuevo”, explica este experto.