Margarita Salas, bióloga molecular y académica de la lengua

"Un país sin investigación es un país sin desarrollo"

1 octubre de 2003
Img entrevista listado 249

Los científicos son, en nuestro país, poco reconocidos socialmente. Usted, sin ir más lejos, admite que la gran atención mediática que recibe su figura se debe más al hecho de ser mujer que sus trabajos como investigadora. ¿Cómo se definiría a sí misma?

Soy una persona sencilla, muy trabajadora y a la que gusta hacer las cosas bien. Estas tres cualidades, unidas al apoyo incondicional de mi marido y a las enseñanzas iniciales de Severo Ochoa, me sirvieron para aprender y, con gran esfuerzo, logré desarrollar mi carrera.

Es ya un tópico que la Ciencia nos anuncie un futuro mejor. En la actualidad, ¿en qué hechos se sustenta esta expectativa?

En este momento, con el descubrimiento del genoma humano tenemos muchas posibilidades de determinar el origen, las causas, de las enfermedades relacionadas con la genética. Estamos viviendo una nueva etapa de la ciencia médica. Muchos de los avances de este siglo estarán centrados en analizar genéticamente al ser humano y en relacionar estos conocimientos con las enfermedades para así poder determinar qué tratamiento preventivo y curativo conviene para cada una.

Hablar de ingeniería genética suscita mucho respeto. Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política, abogaba en esta revista porque la ética estuviera presente en todo el proceso del desarrollo científico, y no sólo en el resultado final. Desde el otro lado de la barrera, ¿cuál es su postura?

Al poner en marcha ciertas investigaciones que pueden enfrentarse a la ética, son los propios científicos quienes buscan el amparo legal y las garantías morales. A principios de los 70, en los inicios de la ingeniería genética, los científicos promulgaron un foro en el que se reunieron con políticos, biólogos, juristas y estudiosos de la ética para acordar una serie de medidas que determinaron qué tipo de investigaciones se iban a emprender y en qué condiciones se podían hacer los experimentos. Con el paso del tiempo, se vio que algunas de aquellas medidas eran demasiado extremas y se fueron flexibilizando. De cualquier forma, la ciencia avanza más rápido que las instituciones o las leyes, y si bien ha de preocuparse en no vulnerar la sensibilidad moral, también debe exigir a la otra parte, a las leyes y a la ética, que haga un esfuerzo en no quedarse rezagada. El objetivo es que no ralenticen avances importantes para la humanidad.

Otra polémica en boca de todos es la de los alimentos transgénicos.

Una vez más, se evidencia la falta de conocimiento de la sociedad en general y de quienes la informan en particular. Las plantas transgénicas no son más que plantas normales a las que se les ha incorporado un gen que confieren a las semillas propiedades que les permiten adaptarse a entornos enemigos o sobrevivir en condiciones perversas. Es indiscutible que estas mejoras convierten a los transgénicos en algo bueno, puesto que quien se beneficia directamente es la humanidad. En la Tierra hay un porcentaje de suelo cultivable que es limitado; mediante las plantas transgénicas se puede ampliar ese suelo y convertir en fértiles tierras muy salinas o áridas, con el fin de alimentar a millones de personas. Tampoco estaría de más recordar que la mejora genética de las plantas es algo que se ha realizado a lo largo de siglos, la diferencia es que antes se tardaba años en modificar una planta y ahora se tarda días.

En línea con este debate surge la necesidad, apremiante en opinión de algunos, de separar la mercantilización de la investigación. ¿Cuándo un resultado científico es patrimonio de la humanidad o un producto comercial de la empresa que patrocina la investigación o adquiere la patente?

Pongamos un ejemplo. En el estudio y descubrimiento del genoma humano hubo un consorcio público que determinó la secuencia. Lo logró antes que la compañía privada que también perseguía ese objetivo. El resultado de la investigación, según mi criterio, tenía un marcado carácter de patrimonio de la humanidad. Y no sólo por principios éticos, sino porque científicamente se trataba de descubrir algo que ya existía, que no tenía un propietario. Por el contrario, lo que sí es patentable son los desarrollos que las compañías pueden obtener a partir de su conocimiento. Las empresas farmacéuticas invierten mucho dinero y tiempo en investigación. La duda aparece cuando se producen desigualdades, y no avances cualitativos. Los fármacos contra el Sida no llegan a África y en este continente el virus está matando a la mitad de la población. Los países desarrollados deberían concienciarse y adoptar medidas para que estos medicamentos esenciales fueran asequibles para la población de los países pobres que los necesitan con tanta urgencia.

Los investigadores españoles llevan décadas quejándose de la escasez de ayudas públicas para la ciencia y los más prometedores, incluso los más eminentes y consolidados, se han visto obligados a emigrar a países más receptivos, siempre los más desarrollados del mundo. ¿Qué medidas deberían adoptarse para que este capital intelectual y esa producción científica se queden dentro de nuestras fronteras?

Lo primero es obvio: hay que invertir más en investigación. El presupuesto español nos coloca en los últimos puestos de la Unión Europea, donde de media se gasta un 2% del PIB (producto interior bruto), mientras que en España estamos en el 0,9%. Si no hay más inversión, los investigadores que viajan al extranjero, sobre todo los jóvenes que van a realizar una tesis doctoral, tienen difícil el regreso. Los contratos Ramón y Cajal están aliviando esta diáspora, pero sólo dan entrada a grupos de trabajo ya formados, y no contemplan el apoyo a trabajos independientes porque faltan tanto laboratorios como infraestructura.

Sin embargo, cada año que pasa se consolida más la convicción de que el futuro económico de nuestro país pasa ineludiblemente por aumentar, y mucho, la inversión en I+D (innovación y desarrollo).

Yo iría más lejos. Un país sin investigación es un país sin desarrollo, puesto que es la investigación básica la que origina el desarrollo. Sus metas son impredecibles, no sabes por dónde va a salir, pero sí podemos estar seguros de que ofrecerá resultados. Puede que éstos sean prácticos por sí mismos o consigan ahondar en el conocimiento científico. Ochoa abogaba por la emoción de descubrir, de llegar a un plano de conocimiento en el que nadie había estado anteriormente. Eso te llena de satisfacción, y si además los conocimientos llevan a alguna aplicación, mejor que mejor.

¿Cuál ha sido la utilidad de sus investigaciones sobre el fago Phi-29?

Este es un virus que infecta a Bacillus subtilis, una bacteria no patógena utilizada en biotecnología. Cuando el virus infecta a esta bacteria la destruye, pero no produce problemas en otros organismos. Mi trabajo se ha centrado en los mecanismos de duplicación de su material genético de forma fiel y sin dejar posibilidad de error, y controlar después esa expresión. El Phi-29 es simple y fácil de manipular; tiene sólo veinte genes, en comparación con los 100.000 que posee el genoma humano. Por otro lado, la proteína que hemos estudiado en este virus existe de modo similar en otros virus que causan enfermedades, como la poliomelitis o la hepatitis B. Nuestros descubrimientos nos han llevado descubrir que la proteína, que replica el Denaviral, tiene unas propiedades fantásticas desde el punto de vista biotecnológico. Esta polimenasa está patentada y está siendo comercializada por una compañía americana con rendimientos muy interesantes, puesto que sirve para amplificar el DNA.

¿Esto es manipulación genética?

No. Es amplificar el DNA para después secuenciarlo y determinar enfermedades, o aplicarlo a estudios forenses. Se trata de un análisis genético, pero no de manipulación.

Logrado el propósito tras tantos años de esfuerzo, ¿llega la necesidad de descansar?

Seguiré en mi profesión, no voy a colgar la bata blanca. Dirijo un grupo de 16 personas. En el laboratorio seguimos estudiando el fago y se realizan tesis doctorales. Por cierto, comentábamos que mi condición de mujer científica era una particularidad. Ahora sucede al contrario, y la mayoría de las investigadoras son mujeres. ¿La razón? Me aventuraría a decir que los hombres buscan resultados más inmediatos en su vida. Cuando un doctorando o un alumno, sea hombre o mujer, solicita desarrollar su tesis doctoral en el laboratorio, le enfrento a la seria reflexión de si está dispuesto o dispuesta a dedicarse al 100% a esto; si no es así, no vale la pena que lo intente. La investigación científica es demasiado sacrificada.

¿Y qué hace una científica en la RAE?

Antes de mi toma de posesión, que se produjo el 4 de junio de este año, asistía como vocal a una comisión de vocabulario donde se discuten y definen los términos científicos, los que surgen y los que se adaptan de otras lenguas, sobre todo de la inglesa. Hay que traducirlos lo mejor que se pueda y definir el concepto. Ocupar un sillón en la Academia de la Lengua fue consecuencia de una actividad que ya desarrollaba.

Además de con el trabajo, ¿con qué se divierte?

Me gustan mucho la música y el arte. Busco las ocasiones para acudir a conciertos y visitar exposiciones. Cuando era más joven jugaba al tenis, pero ahora me conformo con animar a los tenistas desde el sillón. ¿El cine? Me gusta, pero no la ciencia ficción; no puedo creérmela, está muy lejos de ser ciencia. Para evadirme de la realidad me gusta más la ficción.