El secreto del diamante negro de la cocina
Las trufas se esconden en el interior de la tierra. Ningún indicio señala que están ahí. Bosques de encinas, de robles y de avellanos hay muchos pero muy pocos con raíces que desarrollan una peculiar simbiosis con los hongos subterráneos. En tiempos pretéritos, la trufa se recolectaba, pero no se cultivaba. El lugar secreto donde se escondía se transmitía en silencio, y sólo unos pocos eran capaces de encontrarla. Hubo de pasar muchos siglos, los que separan a los faraones egipcios de la sociedad industrial, para que la agricultura consiguiera imitar a la naturaleza. Así el preciado fruto, aliño de las mejores mesas, se acercó a la cocina popular y hoy su aroma puede enriquecer platos domésticos.
Entre los árboles
El proceso para cultivar trufas es complejo e incierto. Se trata de escoger un terreno donde plantar árboles hospederos de unos hongos que a cambio de carbohidratos nutren las raíces con minerales. Puede resultar, o no. Habrán de pasar al menos cinco años para descubrir la primera señal de éxito que la da el quemado: el espacio donde conviven el árbol y la trufa, y solo ellos. Las demás hierbas desaparecen, expulsadas por el efecto antibiótico que tiene el micelio de la trufa expandido por el suelo y que impide la germinación de otros vegetales.
Bajo la tierra
Sólo el olfato amaestrado de un perro (o de un cerdo) es capaz de detectar dónde se oculta la pieza buscada. Transcurridos nueve meses de la plantación, el aroma se revela y con sus patas, el cazador marca el lugar donde se esconde. No escarba la tierra, pues es necesario un machete para separar los cinco, e incluso diez centímetros de tierra de protección.
Oculto a la apariencia
El fruto es extraño, maduro, estéril. Con un diámetro entre los 3 y los 7 centímetros, puede llegar a pesar 300 gramos, aunque por norma no sobrepase los 50. Su carne es dura, cubierta por una piel fina y rugosa, y desprende un olor fortísimo a tierra fértil mojada. Un aroma intenso, delicado, amargo, perfumado. Inconfundible.
Conservación
Arrancada de la tierra, la trufa comienza a perder cualidades. Su aroma, su principal valor, baja en intensidad por horas. Admite diez días de conservación a una temperatura entre 0 y 2 grados, en recipiente cerrado, pero no hermético, que le permita respirar. Siempre limpia, cepillada y seca llega a un mercado en el que los precios están marcados por la oferta, siempre escasa, y la demanda, cada año mayor. El kilo de trufa fluctúa semanalmente. Y si un día se pagó a 350 euros, siete jornadas más tarde la cifra puede multiplicarse por diez. Sólo hay tres meses de subasta en los que coinciden la recolección y la compra-venta de este género único con el que se elaboran recetas y productos exquisitos.
Más aroma, más sabor
El valor de la trufa como aromatizador y potenciador de sabores y fragancias ha sido conocido por las culturas mediterráneas a lo largo de toda su historia, aunque el puritanismo del Medievo lo ocultó y los excesos de la Belle Epoque casi la hacen morir de éxito. En el siglo XXI su uso se ha popularizado. El recetario es extenso y si bien es cierto que la trufa es cara por su escasez, también lo es que solo punto laminado o de jugo sirven para dejar patente su presencia y descubrir los secretos del diamante negro de la cocina.