Alimentos que hacen de medicamentos
Nutracéutico, alicamento o funcional. éstas son las distintas denominaciones para referirse a un mismo concepto. Son términos acuñados para designar a un grupo de alimentos o a algunos de sus componentes con unas propiedades y unos efectos sobre el organismo hasta ahora referidas casi exclusivamente a los medicamentos. Se venden en los mercados, pero hay quien defiende que su sitio es la farmacia. Son, entre otros, los alimentos que ayudan a reducir el colesterol, aquellos enriquecidos en antioxidantes que previenen trastornos degenerativos o a los que añaden calcio que fortalece los huesos reduciendo así el riesgo de descalcificación ósea. La diferencia principal con los medicamentos es que no tienen, en teoría, efectos secundarios y que no llevan prospecto. Pero sí necesitan acompañarse de un manual de uso que indique la cantidad que se ha de consumir para que resulte real el efecto saludable al que aluden.
Lo cierto es que no todos los alimentos que incorporan un “valor añadido” producen los beneficios que promulgan. Depende del tipo de ingrediente agregado, de su forma química, de cómo responden a la absorción y al metabolismo en el organismo, así como de los otros nutrientes que forman parte de la composición natural del alimento (pueden favorecer su absorción o anularla). Esto lo sabe la industria. El consumidor, no.
Ni siquiera expertos en nutrición y científicos se ponen de acuerdo con los términos utilizados para denominar a estos alimentos, y tampoco se cuenta con una definición aceptada sin matices. Se admite bajo el paraguas de “alimento funcional” a los alimentos que contienen ciertos componentes añadidos (llamados nutracéuticos) -ácido fólico, omega 3, isoflavonas, calcio, fibra…- cuya ingesta, en una cantidad determinada, reporta un beneficio para el organismo que va más allá del tradicional valor nutritivo propio del alimento.
Estos productos suelen comercializarse acompañados de mensajes que incitan a su compra, tales como “con (…)”, “(…) añadido”, “enriquecido con (…)”. Las más de las veces el consumidor no repara en el hecho de si necesita consumir ese alimento porque ni siquiera conoce sus cualidades nutritivas. Pero su preocupación por una alimentación y una vida sana, y la buena percepción que tiene de los mensajes que acompañan a los productos, así como la publicidad abrumadora que recibe a diario, le alientan a comprarlos y a consumirlos.
Según el Observatorio del consumo y la distribución alimentaria del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, cuando aparecen nuevos productos en el mercado, la mitad de los consumidores reconoce que, si bien en un principio no los adquiere, con el tiempo termina probándolos. Un 17% manifiesta probarlos nada más aparecer en el establecimiento. Los mayores consumidores son hombres y mujeres de entre 30 y 40 años y de poder adquisitivo notable.
Aunque la mayoría de estos alimentos ofrecen garantías para el consumidor, se mantiene cierta desconfianza derivada del desconocimiento sobre los ingredientes y los efectos directos que prometen.
No todos son efectivos
Los alimentos funcionales, por su naturaleza, colaboran en la prevención y el tratamiento de enfermedades, como, por ejemplo, los que ayudan a reducir los niveles de colesterol. Sirven para dar apoyo nutricional y, sin necesidad de recurrir a los fármacos, disminuyen los factores de riesgo de ciertas enfermedades. La diferencia es que en el caso del alimento funcional, el beneficio, en la mayoría de los casos, es pequeño y a largo plazo si se compara con un medicamento que actúa de manera eficaz a corto plazo.
Para quien no tiene clara la diferencia, el consumo de estos alimentos puede resultar decepcionante. Es el caso de quienes centran toda su confianza en ellos para mejorar su enfermedad o su malestar. La persona incluso retrasa la visita médica o el tratamiento que podría haber sido crucial si se hubiera comenzado a tiempo. Recurre a los alimentos enriquecidos porque entiende que tienen más cantidad de lo que necesita por su situación particular.
Pero no todos los efectos saludables promocionados en los distintos alimentos son fácilmente medibles. Por ejemplo, es fácil comprobar si el alimento que sirve para bajar el colesterol lo consigue. Basta con un análisis de sangre antes y después de su consumo. Pero no es sencillo medir el efecto sobre la masa ósea de las leches enriquecidas en calcio, por ejemplo. Es más, incluso estos últimos alimentos no tienen el efecto esperado cuando quien los toma es una persona con osteoporosis o con descalcificación ósea, por lo general mujeres. Nada puede hacer en esta circunstancia el alimento enriquecido por subsanar el mal. Pero sí podría frenarse el trastorno con dosis mayores de calcio y vitamina D, ambos recetados por el médico y de venta en farmacias.
Innovación en alimentos funcionales
Las posiciones científicas y tecnológicas más innovadoras sobre el uso de los alimentos funcionales van más allá de defender el posible beneficio para la salud. Con el desciframiento del genoma humano y los nuevos conocimientos de la relación entre nutrición y genes, se va a ir conociendo qué individuos están predispuestos a determinadas enfermedades y cuáles son sus requisitos nutricionales concretos. Se pretende diseñar por medio de la aplicación de la biotecnología al sector agroalimentario nuevos productos e ingredientes. El objetivo es obtener alimentos con una composición química que responda a las particularidades genéticas del individuo enfermo, o potencialmente enfermo, con el fin de garantizar el efecto que anuncia.
Hasta el momento, a los llamados alimentos funcionales no se les ha exigido tantos controles sanitarios sobre sus efectos fisiológicos como a los medicamentos. En el etiquetado actual de diversos alimentos aparecen una serie de declaraciones (mensajes, representaciones pictóricas, gráficas y simbólicas) relativas a sustancias que dan a entender que el alimento contiene unas características específicas, pero que no han demostrado ser beneficiosas o sobre las que no hay por el momento un consenso científico suficiente.
La nueva normativa europea, aprobada en julio de 2007, pretende evitar esta confusión. Para ello, dispondrá un listado de declaraciones nutricionales y de propiedades saludables consensuadas que los fabricantes deberán adaptar a sus mensajes como máximo para enero de 2010.
Ingredientes añadidos
El fabricante debería anunciar el componente que añade a un alimento, sus formas químicas asimilables por el organismo y la cantidad suficiente para que el consumo de una ración normal tenga el efecto esperado. Por su parte, el consumidor debería saber cuál es el componente añadido, qué efecto tiene sobre su organismo, y qué cantidad de alimento debe tomar para que le produzca el efecto nutricional o fisiológico declarado.