Una cuestión de carácter, no de dinero
El dinero genera pasiones contradictorias: unos disfrutan gastándolo sin medida (los manirrotos) y otros gozan tanto con su contacto que no quieren desprenderse de una sola moneda (los avaros y tacaños). El mecanismo que explica estos comportamientos reside en el carácter de cada persona y no tanto en su nivel de renta: no es difícil encontrar en el entorno cercano personas que viven por encima de sus posibilidades económicas, que exprimen al máximo, y tampoco es complicado toparse con personas que, con pingües ingresos, se decantan por una austeridad exacerbada.
La tacañería
Todas las modalidades de tacañería coinciden en otorgar al dinero un valor excesivo, en ocasiones con rango de obsesión. Es el riesgo que corren las personas a las que les gusta ordenar y organizar todas las facetas de su vida, y que trasladan esa mentalidad al dinero. El deseo de mantener un dominio exagerado puede degenerar en una sobrevaloración que se plasma en una perniciosa ansiedad.
El control que se puede ejercer sobre el dinero es relativo, por lo cambiante del contexto económico y porque surgen imprevistos a los que nadie es inmune. Y esta incertidumbre puede acarrear sufrimiento en una persona alérgica a las novedades. Para paliarlo, se puede convertir en un individuo avaricioso o tacaño -con independencia de su nivel de ingresos-, ya que este férreo control se convierte en el ansiolítico que le aporta la deseada seguridad.
Así, las personas muy obsesivas tienen una mayor facilidad para convertirse en ahorradoras en extremo: los pensamientos obsesivos se asocian con la prevención de temores. Priman la seguridad, no toleran bien la incertidumbre y convierten el dinero en un elemento de sosiego. Les puede costar asumir algunos gastos cotidianos, por lo que si surgen imprevistos o se ven obligados a desembolsar una cantidad importante pueden sentirse desprotegidas y con sensación de vulnerabilidad.
Las personas menos impulsivas, por lo general, gestionan su economía con más eficacia. Por este motivo, los mayores son menos derrochadores gracias a que su mayor experiencia les ha enseñado a valorar más sus gastos. Además, con la edad se busca la máxima estabilidad y el mínimo riesgo, lo que explicaría también que este sector de la población se halle entre los más ahorradores y celosos de su dinero. A ello se añade la disminución de sus ingresos, lo que agudiza su situación. Incluso es probable que los más atrevidos con sus gastos reduzcan su actitud derrochadora a medida que se hacen mayores, como lo es también que los que ya formaban parte de la cofradía del puño cerrado renueven sus votos con más énfasis.
Con todo, ser celoso con el propio dinero reporta también algunos beneficios, como gozar de una sensación de control y seguridad que no viven los más desprendidos, que pueden ver peligrar su economía. Pero cuando la tacañería se convierte en excesiva, puede surgir el efecto contrario y empezar a sentir angustia ante la posibilidad de gastar más de lo que se cree necesario, intentando controlar casi de forma obsesiva la economía. Esta situación origina una menor capacidad para el disfrute ya que, llevados por la obsesión del ahorro, se dejan pasar oportunidades para vivir pequeños placeres que aportarían algo más de felicidad.
El extremo opuesto: el derroche
En el lado contrario a los avarientos aparecen los que tienen poco apego al dinero: pueden gastar sin sentirse culpables por ello. Sin embargo, en la medida en que el descontrol sobre la propia economía ocasiona unos gastos difíciles de afrontar, conviene valorar si se trata de un problema relacionado con un trastorno psicológico que puede ir en aumento y poner en riesgo la propia supervivencia y, en consecuencia, la del núcleo familiar si lo hubiera.
Algunas personas encuentran placer gastando sus ingresos del modo que más les place, ya sea en sí mismas o en los demás. Se caracterizan por ser más impulsivas y menos controladoras, y toleran mejor el hecho de quedar expuestas una situación económica delicada. En la mayoría de los casos, tampoco planifican y organizan otras facetas de su vida, aunque esto no significa un problema si no acarrea consecuencias negativas para ellas mismas o los demás. Simplemente se trata de una mentalidad hedonista que busca más el placer y no tanto el sacrificio y control constante; en definitiva, antepone el goce a los apuros ocasionales que, en ocasiones, pueden ocurrir por falta de planificación a pesar, incluso, de algunos conflictos que surgen con las personas más cercanas por diferencias de criterio en la gestión del dinero.
Sin embargo, pueden aflorar ciertos sentimientos de culpabilidad ante algunas compras o gastos excesivos que no aportan el disfrute que se presumía. Esto les ocurre a personas impulsivas que no encuentran la forma de detener sus deseos consumistas: se encuentran ante una situación que les gustaría frenar, pero no pueden, impotencia ante la que reaccionan con angustia y malestar. En ocasiones puede suceder que los gastos relacionados con compras compulsivas se relacionen con los trastornos por ansiedad y, por ello, deben ser tratados por profesionales. Esta situación es frecuente que ocurra frente a una supuesta necesidad imperiosa de comprar artículos que en realidad son producto de una reacción emocional; los gastos generados se convierten en alivios ocasionales, pero que acaban reforzando el malestar.
Buscando la euforia
Hay otro tipo de perfil cercano a los manirrotos que tiene que ver con las sensaciones de euforia ocasionales. Se trata de personas con un estado de ánimo muy voluble y que reaccionan en determinados casos con un desmesurado optimismo que no les permite calcular los riesgos de gastar el dinero por encima de sus posibilidades. Esta situación puede convertirse en un problema por la falta de control sobre los propios actos, degenerando en una tristeza posterior debido bien a sentimientos de culpabilidad o por los conflictos que aparecen con la familia a consecuencia de esta misma falta de control económico durante las fases de euforia. Este es el caso de trastornos del estado de ánimo oscilantes como el trastorno maníaco-depresivo o el síndrome bipolar.
Ser una persona que disfruta con el gasto de su dinero no tiene por qué representar un problema. Es algo normal, que depende del carácter o la edad. Los más jóvenes no conceden el mismo valor al dinero que los adultos por el mero hecho de que son más impulsivos y prefieren los placeres inmediatos a tener que conservar sus recursos económicos para un futuro que aparece lejano. Invertir es un concepto que puede costarles entender y entra dentro de lo normal que utilicen todos sus recursos para el goce personal aquí y ahora, si bien puede resultar poco comprensible para los adultos a su cargo. Los adolescentes pueden llegar a enfrentarse con sus padres por desacuerdos en ese sentido, más cuando se trata del dinero de su familia. Pero no es extraño que rompan con las normas económicas establecidas, ya que forma parte de su aprendizaje para la vida adulta y que con la edad se irá normalizando.