¿Cómo recuerda esos inicios?
El Bodegón Alejandro era la casa de comidas de mi familia y fue mi primera escuela. Aquello era súper distinto a lo que conocemos hoy. Se utilizaban grandes cuencos de barro cocido para asar las cosas. Cuando abrías el horno, oías los pescados y las carnes cantar. Veías esas pieles, que estaban crujientes, veías cocer las vainas o las patatas… Para un salado como yo, que quería hacer cocina desde niño, ese momento era más que magia; era todo un espectáculo.
¿Se puede seguir innovando después de tantos años?
Sí, por supuesto. Ser cocinero es hacer un viaje en una profesión. Yo empecé hace 41 años como aprendiz de cocina con mis padres y mi tía, y hoy sigo siendo aprendiz. La diferencia es que entonces tenía un conocimiento y ahora tengo otro. La cocina es el lugar donde me siento más a gusto; crear platos me carga las pilas y me hace soñar. Me considero un cazador de emociones y creo que eso nunca se agota, sobre todo si eres un inconformista. La cocina se vuelve creativa cuando intentas hacerla cada vez mejor.
¿Tiene algún ingrediente fetiche que lo haya acompañado siempre?
Gente auténtica a mi alrededor. Gente entrañable y generosa en el esfuerzo. Eso me anima para sentirme confiado, feliz y transmitir seguridad. La cocina no es un “yo” sino un “nosotros”. No basta con ser creativo, hay que entrenar la creatividad. Hay que tener capacidad de esfuerzo e inteligencia y es fundamental rodearse de buenas personas. Detrás de todo lo que ves hay un montón de detalles invisibles y es la suma de todos ellos lo que hace a un gran cocinero o un gran plato.
Así que el éxito no es solo cuestión de talento.
No, también es esfuerzo y trabajo. Hay gente que tiene un don innato para la cocina, pero luego todo se hace con sudor, perseverancia y ambición sana. La profesión de cocinero es súper bonita, pero es muy dura. El éxito y el fracaso se decide en cada comida. Por eso siempre hay una cuota de presión inevitable. Yo no soy amigo de las modas ni de regalar nada a la galería; al contrario, admiro a toda la gente creativa que tiene una visión personal clara y que se mantiene fiel a ella.
¿Reconoce esas cualidades en las nuevas generaciones?
Sí. El mundo de la cocina tiene mucho por innovar todavía y hay savia nueva que asegura el futuro de la profesión, gente que hace gala de talento y mucha personalidad. Los cocineros jóvenes necesitan el amor, el respeto y la sabiduría de las personas que tenemos más edad y experiencia. Hay que saber unir nuestro conocimiento con su fuerza y su frescura. El apoyo de un buen maestro puede cambiar la vida de un aprendiz de cocina.
La gastronomía vive una época de oro y, al mismo tiempo, la dieta mediterránea se diluye. ¿Vivimos una contradicción?
Esto tiene un lectura muy sencilla: es un problema de voluntad política. Los niños deberían tener una asignatura de Alimentación en la escuela, un espacio que conjugase el saber de los médicos, los nutricionistas y los cocineros. Nuestro país podría ser pionero en llevar la buena alimentación a las aulas. Podríamos ser una referencia en la cocina mundial a través de los más pequeños. Sería la primera generación de niños que enseñan a sus padres a comer mejor. Pero hasta que no haya gente inteligente tomando decisiones, seguiremos como hasta ahora. Es una pena porque se cocina mejor que nunca, se retoca y perfecciona más que nunca, pero no se logra conectar con la mayor parte de la población. Mientras no enseñemos a los niños, nos va a faltar esa parte, que es clave.
¿Qué opina de los programas televisivos como Master Chef?
Estoy a favor y creo que tienen un mérito inmenso. Con naturalidad y respeto han logrado llegar a los hogares de este país. Estos programas, en los que participan grandes amigos y alumnos míos, hacen evolucionar muchísimo, con los pies en la tierra, a los amos y amas de casa. Nunca en la historia se había visto que cocineros de prestigio y con un don innato para los fogones se metieran en la casa de los españoles.
¿No cree que hacen más hincapié en la competición que en la cocina?
Eso está en el guión y es parte de lo que le gusta a la audiencia. Por otro lado, hay que recordar que la vida en sí es una competición. Hagas lo que hagas, compites por ser el mejor. No hay que engañarse, la cocina es una maratón.
Usted ha ganado muchas maratones. ¿Las vive con presión?
Las vivo con responsabilidad. En este momento soy el cocinero de habla hispana con más Estrellas Michelin. Eso me motiva y me carga las pilas. Cuando tocas el cielo de la cocina con las yemas de los dedos, asumes el reto de construir un futuro que supere la excelente herencia gastronómica que tenías hasta entonces.
¿Cuál es el mejor galardón que ha recibido hasta ahora?
Todos me han marcado y me han hecho ilusión a su manera, pero el mejor es uno que nadie conoce porque me lo di a mí mismo. Hace mucho, en septiembre de 1975, mi madre y mi tía se sentaron frente a mí, ante una mesa de madera que aún conservo y me preguntaron: “Martín, ¿quieres ser cocinero?”. Yo les respondí que sí. Me dijeron: “Vale, mañana a las 8 de la mañana vienes con nosotras a trabajar al bodegón hasta la medianoche y, así un día tras otro, porque ese es el verdadero oficio de un cocinero”. Seis años después de aquello, las senté yo en la misma mesa, en el mismo lugar, y les dije que habían peleado como una leona y una tigresa y que ya valía de tanto trabajar. Aquel día las jubilé. El gran premio, el momento que me toca la fibra más sensible, es cuando las retiro a las dos.
¿Hubo algún premio que lo sorprendiera?
El primero, el que recibí con el Bodegón Alejandro en 1986. Nunca antes ni después Michelin le ha dado una estrella a un bodegón. Nadie en casa lo esperaba, me cogió súper desprevenido y también me hizo soñar como cocinero. Aquel momento fue clave en mi vida profesional. El Alejandro había sido una universidad terrible y un trampolín impresionante, pero me parecía limitado para lo que yo quería hacer. El premio me animó a venderlo para poder hacer el restaurante de Lasarte, donde hablamos ahora.
Un restaurante mundialmente conocido y con nombre propio.
Sí, aunque no es el mío como cree todo el mundo. El restaurante lleva el nombre de mi padre; yo solo me llamo como él. Es más, la firma manuscrita que se ha hecho tan conocida es suya, no mía. El restaurante se llama Martín Berasategui por él, que es el único que no me ha visto triunfar como cocinero. En casa, todos me han visto crecer, han visto las Estrellas Michelin o el Tambor de Oro… menos él. Mi difunto padre es el único de la familia que no ha visto nada de lo que me ha pasado.
¿Así que el nombre es un homenaje?
Sí. Y lo he repetido en todos los restaurantes, desde Canarias hasta Playa del Carmen en México. En todos hay letras de la firma de mi padre. Todos tienen algo de él, que me legó el modo de hacer las cosas. Mi familia y amigos lo saben, pero el resto de las personas no. Nunca lo cuento porque soy incapaz de hacerlo sin emocionarme.
Ha mencionado Playa del Carmen. ¿Cómo diseña un menú al otro lado del mundo? ¿Hace un desembarco vasco o trabaja con elementos de la gastronomía local?
Hace muchos años aprendí a valorar la riqueza cultural de los países que me abren sus puertas, especialmente cuando soy el cocinero elegido para diseñar platos allí. Encuentro inspiración en cada sitio al que voy, de manera natural, e intento crear lo mejor utilizando productos del lugar. El gusto es también una cuestión de cultura y el sabor local es muy importante, así que me concentro en productos que para mí son nuevos y experimento con ellos en mi banco de pruebas creativo. En la cocina, como en todo, tienes que saber lo que quieres, creer en lo que haces y saber dónde estás.
¿Eso define a un chef?
Lo que define a un cocinero es la pasión por la cocina y el gusto por comer bien. Yo no conozco a ningún cocinero, pastelero o panadero que no tenga el gusto por la buena mesa. Esta es una profesión creada para buscar nuevas sensaciones y para disfrutar. Al final, a eso me dedico. Soy un transportista de felicidad, nada más.