Podemos mejorar nuestras habilidades sociales
Hay pautas de comportamiento que nos pueden ayudar a cultivar habilidades que nos harán sentirnos más a gusto con nosotros mismos y a ser más apreciados y valorados por los demás.
Naturalmente, estas pautas se pueden aprender y podemos convertirlas en un hábito.
- Saludar y presentarse uno mismo o una misma, con naturalidad, al menos siempre que no haya alguien que lo haga por nosotros.
- Mirar a los ojos cuando se habla.
- Hacer, cuando proceda, algún cumplido sobre la otra persona, sin resultar adulador ni demasiado condescendiente, pero tratando de transmitir la imagen positiva que de esa persona se ve o se conoce.
- Comentar o preguntar sobre la situación común que se está viviendo; por lo general, es el motivo del encuentro.
- Realizar algún comentario o pregunta sobre lo que se conoce del interlocutor, su trabajo, su vida familiar…
- Hablar con ironía o con tópicos negativos: “Esto parece un funeral, aquí no habla nadie…”.
- Pronunciarse de forma ofensiva sobre alguien: “Qué inutilidad de conferenciante”.
- Ser dogmático en las apreciaciones: “Todas las películas son iguales”.
- Arrancar la conversación con comentarios demasiado personales.
- Hablar con voz exageradamente alta o desmesuradamente baja.
- Adoptar posturas corporales incorrectas o poco elegantes.
Se trata de que haya un equilibrio entre hablar y escuchar, para que quienes forman parte de la conversación se sientan cómodos y encuentren espacio para participar. Demos señales con palabras o gestos de que se está escuchando, mantengamos el contacto ocular, hablemos sobre algo que esté relacionado con lo que la otra persona comenta; y si se prefiere cambiar de tema, avisemos. No nos excedamos en el habla ni en la escucha. Y demos respuestas evitando los monosílabos: la conversación debe ser equilibrada.
Creemos que quienes nos rodean saben lo que queremos o necesitamos en un momento determinado, pero no siempre es así. Por eso conviene transmitir indicios de nuestros deseos y necesidades a las otras personas, y si se da el caso, pedir directamente favores. Tenemos derecho a pedirlos: al otro siempre le queda la libertad para dar o negar. Evitemos el temor a que nos nieguen lo que solicitamos, y a deber favores si nos responden positivamente.
Si hemos de dar una respuesta negativa, ofrezcamos explicaciones escuetas y razonadas. Y ofrezcamos una alternativa que demuestre que nos hacemos cargo de la inquietud que generó la petición. Estemos prevenidos ante manipulaciones que se dan en estas situaciones, como los halagos (“como eres tan buena persona pensé que me ibas a ayudar”), la crítica (“nunca te volveré a pedir nada”) o los sentimientos de culpa (“me dejas hecho polvo”). Aunque comprendamos las razones del demandante, mantengámonos firmes si las nuestras no han variado.
Cuando nos hacen una crítica podemos sentir que nos están atacando. Tendemos a defendernos, ya devolviendo el “ataque” ya justificándonos. Identifiquemos los aspectos objetivos de la crítica y hablemos sobre ellos evitando tanto la defensa sistemática como contraatacar porque sí.
En nuestras relaciones se dan situaciones paradójicas: aguantamos a quienes nos caen mal y espantamos a quienes más apreciamos. Tanto si queremos evitar una compañía como si deseamos establecer una comunicación y mantenerla, lo haremos con firmeza. Para ello, hay comportamientos de acercamiento (sonreír, sostener la mirada, orientar el cuerpo hacia la otra persona y demostrar con palabras nuestro interés por lo que hace o dice) y de rechazo: digamos y hagamos, educadamente, lo necesario para que la otra persona capte nuestro desinterés, respondamos con monosílabos, miremos a otras personas y despidámonos con cortesía.
Es molesto toparse con personas que lo saben todo, que cuando se les va a contar algo contestan invariablemente “sí, ya lo sabía” o “a mí me vas a decir tú”. Lo que nos hace grandes y apreciados es reconocer ante los demás que desconocemos lo que nos están contando o que nos parece interesante lo que nos explican porque lo desconocíamos. No sucumbamos a pensamientos como “qué van a pensar si digo que no lo sé” o “yo ya tendría que saber estas cosas”, que sólo nos perjudican.
Todos cometemos errores y es de personas nobles y maduras reconocerlos. Es más, quienes lo hacen bien gozan de prestigio social, ya que ocultar los errores es una muestra de debilidad. Reconozcamos con elegancia y humildad, pero sin permitir que los demás se ‘ceben’. Para encajar los errores, evitemos pensamientos negativos como “soy un desastre”, o “esto es imperdonable en una persona como yo” o “no sé cómo me puede pasar esto”.
No recurramos a la falsa modestia cuando nos reconocen o agradecen que hemos hecho bien algo. Cuando los cumplidos son sinceros, aceptemos con serenidad y con agrado la intención de valorarnos, pero no devolvamos el cumplido ni minimicemos nuestros méritos. Lo mejor es dar las gracias y hacer comentarios como “la verdad es que me ha costado mucho hacerlo” o “me alegro de que te haya gustado”.
Cuando deseamos que un encuentro o conversación se acabe, hemos de tener el convencimiento íntimo de que tenemos derecho a elegir y a manifestarnos con claridad, evitando los pensamientos que nos inducen a creer que es de mala educación interrumpir a otra persona, o que se podría ofender. Es suficiente con: “perdone la interrupción, me tengo que marchar”.