Nuevas terapias contra el cáncer

La lucha contra el cáncer, una batalla desigual

Los principales avances se centran en la detección precoz y el diagnóstico de las distintas patologías oncológicas, en las opciones quirúrgicas, radioterapia y quimioterapia
1 octubre de 2007
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La lucha contra el cáncer, una batalla desigual

La lucha contra el cáncer continúa siendo una pelea con demasiadas tragedias personales, pero no todo son malas noticias. El desarrollo de nuevas y prometedoras terapias, junto con el conocimiento acumulado, están transformando poco a poco el fatalismo que arrastran las personas que padecen esta enfermedad y su entorno familiar. De hecho, medio millar de moléculas esperan su turno para ser ensayadas en humanos. Mientras, la detección precoz, la prevención y una nueva generación de fármacos han logrado reducir la mortalidad a menos de la mitad de los casos diagnosticados.

Si atendiéramos sólo a las cifras, sería fácil concluir que el cáncer, con sus más de 200 manifestaciones clínicas asociadas, sigue siendo una de las enfermedades más devastadoras. Y razón no nos faltaría. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año fallecen en el mundo 7,6 millones de personas de ambos sexos. En los países desarrollados es la segunda causa de muerte y, en todo el mundo, cada año contraen la enfermedad entre 20 y 25 millones de personas.

Las estadísticas asustan. En Estados Unidos, uno de los pocos países que lleva un control razonablemente estricto del impacto de la enfermedad, se estima que a lo largo de 2007 se habrán diagnosticado millón y medio de nuevos casos. De ellos, una tercera parte habrán fallecido este mismo año, en su mayoría, casi en el 90% de los casos, por la extensión de la enfermedad a órganos distantes, la tan temida metástasis. El coste asociado suma 70.000 millones de euros si se contabiliza el tratamiento y la estancia hospitalaria. Y nada menos que 120.000 millones de euros si se consideran costes indirectos en forma de pérdida de horas laborables y de productividad debida a la propia enfermedad y a una muerte prematura. Los costes, que en España suponen unos 3.900 millones de euros anuales, se incrementarían de forma notable si se tuviera en cuenta el tiempo que familiares y amigos dedican al enfermo de cáncer y el impacto emocional que causa en el entorno en forma de las llamadas patologías del cuidador (dolores músculo-esqueléticos, depresión, fatiga, estrés).

Lo que esconden las cifras

Pero no todo son números en la lucha contra el cáncer. En los últimos quince años, en gran parte debido al avance en tecnologías dedicadas a la investigación genética, se ha logrado un salto cualitativo más que esperanzador. Aunque la quimioterapia sigue empleando su arsenal convencional, la aparición de nuevos productos y un mejor conocimiento de las bases bioquímicas que rigen la célula cancerosa han permitido abordar la enfermedad con tratamientos más selectivos y menos tóxicos para el paciente. Y, lo que es más importante, con mejores resultados. Estas mejoras se han dado en cuatro de las áreas esenciales de la lucha contra el cáncer: en la detección precoz y el diagnóstico de las distintas patologías oncológicas, en las opciones quirúrgicas, en radioterapia y en quimioterapia.

Aunque pudiera parecer lo contrario, la cirugía mantiene un lugar preeminente entre las opciones del equipo médico que atiende a un enfermo de cáncer. Pero el impacto psicológico y físico de antaño, motivado en buena medida por el carácter mutilador de las distintas técnicas quirúrgicas, se ha reducido enormemente. En primer lugar, porque la generalización de programas de detección precoz para las principales formas de cáncer permite el hallazgo de tumores en un estado menos avanzado, lo que facilita una cirugía menos agresiva. En segundo lugar, porque el uso previo de fármacos antes del acto quirúrgico consigue, en una proporción importante de casos, reducir el tamaño del tumor hasta convertirlo en “operable”.

La cirugía, en combinación con fármacos y radioterapia, tiende a ser menos invasiva y, por consiguiente, conservadora. A ello ha contribuido el desarrollo de la endoscopia, la laparoscopia o técnicas no ablativas como la crioterapia, la radiofrecuencia, la electrolisis o la quimio-hipertermia, todas ellas indicadas como estrategia paliativa, terapia o complemento a la intervención quirúrgica convencional.

La razón de que la cirugía siga siendo la principal opción para el tratamiento inicial de muchas formas de cáncer se debe, en parte, al uso de terapias neoadyuvantes que, con la combinación de radioterapia y quimioterapia, logran reducir la masa del tumor antes de la extirpación quirúrgica. Se estima que el 50% de los pacientes oncológicos en el mundo reciben radioterapia en algún momento del tratamiento de la enfermedad.

El gran obstáculo para aplicar radioterapia es que requiere una planificación a largo plazo, así como disponer de especialistas médicos, físicos y técnicos. Ellos son los encargados de administrar, de acuerdo con el equipo de oncólogos, radiaciones ionizantes para eliminar las células cancerosas que forman el tumor y, al mismo tiempo, “limpiar” los tejidos sanos sobre los que se asienta.

La eficacia de la radioterapia ha mejorado sustancialmente gracias al empleo de tecnología de imagen que permite ver mejor donde está el tumor y cuáles son sus límites. La resonancia magnética nuclear, técnicas de imagen en tres dimensiones y, más recientemente, la tomografía por emisión de positrones (PET), con la que es posible visualizar las zonas del cuerpo con actividad tumoral, han contribuido a mejorar los resultados.

La nueva cara de la quimioterapia

La aparición de un tumor maligno, lo que representa casi dos centenares de enfermedades con características propias, depende en esencia de una mutación en el código genético contenido en el núcleo de una célula que, por lo general, se da al azar. Aunque existe un cierto peso de la herencia, hoy se sabe que una alteración no corregida por el propio organismo en algún punto de la larga cadena de ADN, bien sea por el propio proceso de división celular, bien sea por el efecto de un tóxico o una radiación, puede dar lugar a que la célula deje de comportarse con normalidad y adquiera tintes malignos.

En última instancia, estas alteraciones acaban dependiendo del tipo de célula responsable (no es lo mismo una célula de la piel que otra de pulmón) y del perfil genético del tumor en cada paciente. Es un proceso que se caracteriza por una individualización extrema que provoca que la respuesta a los tratamientos varíe de una persona a otra y, claro está, entre una y otra forma de cáncer.

El descubrimiento de alteraciones moleculares y genéticas comunes en diversas formas de cáncer ha permitido, no obstante, el desarrollo de una nueva generación de fármacos que, a diferencia de la precedente, no persigue destruir a las células en sí, sino bloquear las vías esenciales que caracterizan a la célula tumoral. Los investigadores hablan de seis capacidades básicas: dividirse ilimitadamente, invadir tejidos localmente y a distancia (metástasis), crear nuevos vasos sanguíneos para obtener oxígeno y alimento (angiogénesis), evitar su propia muerte (toda célula normal está dotada de un programa que le señala cuándo debe morir), producir factores hormonales de crecimiento y evadir factores que inhiben su crecimiento. Cada una de estas capacidades, de las que las células cancerosas dependen vitalmente, aporta información clave para el desarrollo de nuevos fármacos.

Esta aproximación, llamada racional, ha dado como fruto una decena de fármacos de nueva generación que ya están en el mercado, además de medio centenar de moléculas debidamente acreditadas que muestran algún tipo de actividad antitumoral y que se encuentran en fases avanzadas de estudio. Otras 500 están en lista de espera en distintas fases de investigación preclínica (anterior al ensayo en pacientes reales), y se estima que el 10% de ellas pueden tener éxito.

A esto hay que sumar los fármacos que constituyen la quimioterapia convencional. Entre otros, los agentes alquilantes (actúan directamente sobre el ADN de la célula tumoral para impedir que sigan reproduciéndose), nitrosoureas (interfieren en los mecanismos de reparación de ADN), antimetabolitos (se busca alterar la estructura de la célula), antibióticos antitumorales (alteran la membrana celular y bloquean la división) o inhibidores mitóticos (capaces de frenar la división celular).

El nuevo arsenal contempla atacar componentes muy concretos de la maquinaria molecular que sostiene la viabilidad del tumor. Entre los fármacos que han logrado un éxito reconocible destacan Gleevec, basado en el conocimiento de un gen específico cuya alteración provoca leucemia mieloide crónica; Herceptin, un anticuerpo monoclonal que interfiere en la acción del oncogén HER2, amplificado en aproximadamente un 15% de tumores de mama; Tarceva, cuya diana es el oncogén EGFR en el cáncer de pulmón de no fumadores; Erbitux, con la misma diana en cáncer de colon; y Avastin, contra los vasos sanguíneos de los tumores de colon y recto.

La utilización de fármacos convencionales y los surgidos de los nuevos enfoques en investigación básica está dando lugar a la combinación de varios principios activos. Estas propuestas están demostrando efectos sinérgicos sobre distintas formas de cáncer con mejoras notables en los índices estadísticos de supervivencia, periodo libre de enfermedad y calidad de vida.

Objetivo: frenar la metástasis

El 90% de las muertes atribuidas al cáncer se deben a la expansión de la enfermedad hacia órganos y tejidos distantes que resultan esenciales para la vida. Pero hasta fechas muy recientes apenas se sabía nada de su comportamiento y de las claves que hacen posible que una célula migre de un tumor primario para provocar otro en un punto de compromiso vital. Los trabajos del investigador español Joan Massagué en Nueva York, no obstante, están permitiendo aclarar parte de este comportamiento.

En estudios recientes, Massagué ha descubierto la existencia de genes específicos que explican cómo la célula escapa del tumor original y se abre paso a través de los capilares para llegar al torrente sanguíneo, resistir la embestida del sistema inmune y, de nuevo, atravesar los vasos sanguíneos para fijarse en un órgano distante. Ahí se hace un hueco para anidar y formar un nuevo tumor.

Massagué entiende que el proceso está regido por la activación de un paquete de genes, muchos de ellos ya conocidos, que podrían ser específicos para cada tipo de tumor, aunque sus efectos sean similares. El descubrimiento está facilitando que se desarrollen estudios específicos que asocian fármacos ya conocidos con perfiles genéticos. Investigaciones preliminares están dando respuestas esperanzadoras.

Una esperanza en forma de minisubmarino

La asociación entre la química molecular, la nanotecnología y el magnetismo, podría deparar sorpresas en el tratamiento del cáncer. El objetivo es “construir” un vehículo de tamaño microscópico apropiado para desplazar fármacos hasta la célula cancerosa. Ahí se liberarían de forma selectiva y destruirían a la célula. Las investigaciones, en las que participan distintos grupos españoles, además de otros muchos financiados por la Unión Europea, se encuentran en una fase preliminar pero suficientemente avanzadas para que esta opción pueda considerarse seriamente en un futuro no demasiado lejano.

Tecnológicamente ya es posible diseñar ese vehículo, también denominado “minisubmarino”. Se trata de unir átomos capaces de resistir las condiciones fisiológicas y, al mismo tiempo, incorporar el principio activo del fármaco. La célula cancerosa se identifica por hipertermia (diferencia de temperatura). El sistema se activa mediante el uso de técnicas de campos magnéticos específicos.