Ángel Lafuente, profesor de técnicas verbales

"Enseñar a hablar bien debería ser la asignatura más importante en primaria"

1 septiembre de 2008
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Frente a la proliferación imparable de asesores de imagen que puebla todo tipo de organizaciones, ¿cómo se define usted, como un asesor de la palabra?

Exclusivamente como asesor de la palabra. Soy muy crítico con los asesores de imagen, en general, porque dicen muchas tonterías.

¿Por ejemplo?

Una de ellas es la creencia tan extendida de que el miedo escénico no sólo es insuperable, sino que es bueno, y esto no es así. Sin ir más lejos, hoy en la prensa se publica una entrevista a un actor que dice: “el que no sienta nervios al salir a escena, que se retire”. Este señor, en mi opinión, no sabe lo que dice. Y yo pregunto: para qué me sirven los miedos escénicos iniciales a mí como orador, político, presentador, profesor, cura… Hay que tener en cuenta que cualquier miedo distrae la actividad central del profesional, cortocircuita el discurso.

¿Y cómo se resuelve el miedo escénico?

Se resuelve trabajando mucho sobre una base humanista, elemental y simple. En estos momentos usted está hablando con la persona más nerviosa, más acomplejada y con muchos errores escénicos a su espalda cometidos a lo largo de los años. Ese fui yo. La puerta que yo abro es la de saber cada uno que somos la persona más sagrada, más digna de respeto, que hay en este mundo. El miedo escénico es una gran falta de respeto hacia uno mismo y cuánto más me quiera yo a mí mismo más querré a mi mujer, a mis hijos, a mis compañeros y en el momento en que más me quiera a mí mismo, más que a nada y más que a nadie, menos dependeré del juicio ajeno, del qué dirán, sino de mi propio juicio.

Por lo que dice, usted parece más un psicólogo que un asesor de la palabra.

No, realmente no, aunque también estudié psicología. Ahora bien, que mi labor como profesor de técnicas de comunicación tiene una raíz psicológica no tengo dudas. Me pasé toda la infancia y la adolescencia observando cómo hablaban los demás y aprendiendo todo lo que hay que aprender de esta materia por pura observación. Así que hace 46 años empecé a enseñar esta materia con miedo y así seguí con miedo tremendo durante 30 años…

¿Hablar es un placer?

Absolutamente, hay que llegar al placer escénico, no basta con neutralizar el miedo escénico. Pero un placer de vanidoso.

“No comunica mejor el que más habla”

Pero eso es muy fácil decirlo y muy complejo llevarlo a la práctica.

No es difícil, es laborioso. Cuando llegas a este campo de la libertad no das marchas atrás. Yo estoy seguro de que nunca nadie me va a volver hacer sentir miedo escénico.

Perder ese miedo escénico, ¿es una cuestión de semanas, días, años?

Depende de la persona. No debería ser cuestión de muchos meses, es cuestión de reflexionar, experimentar…

¿Pero esa idea que usted defiende de quererse uno mismo no puede llevar a generar un cúmulo de vanidades contrapuestas?

No, es todo lo contrario, aunque reconozco que ésa puede ser la primera impresión. Yo he sido vanidoso, como todos los jóvenes, pero porque no me quería lo suficiente a mí mismo. El vanidoso, el soberbio, el dictador… es alguien que como está insatisfecho consigo mismo tiene que ir mendigando alabanzas.

Esto suena a libro de autoayuda.

Muchos libros de autoayuda coinciden con la lógica, con el sentido común. Es normal. Ahora bien, estos libros no ayudarán a comunicar con eficacia. La diferencia entre quienes ayudamos a quitar este miedo a hablar en público y estos libros es que a nosotros nos ven. Yo he tenido como alumnos desde magistrados hasta abuelos analfabetos y todos me entienden perfectamente. Lo que hago es desenterrar de la mente lo que está enterrado en la mente de cualquier ciudadano. El nuevo taller de la palabra hablada no está en el aula, sino en la vida diaria.

En la escuela se aprende a leer y a escribir, pero, ¿dónde se aprende a hablar?

Hablar en público debería ser la materia más importante de primero de básica. Primero hay que dominar la palabra y nos deberían enseñar el manejo de la palabra hablada. De manera continua, en nuestra vida vamos a entregar y recibir palabras. El esfuerzo, por tanto, merece la pena. Sin embargo, no se hace porque, en mi opinión, tenemos demasiado miedo a la libertad de pensamiento de los demás. He tenido tres reuniones con representantes del Ministerio de Educación, con muchos rectores, pero no hacen caso.

Si nadie le ha hecho caso, quizá se deba a que no tiene esa capacidad de convicción que le permite, en teoría, su habilidad con la palabra.

Es posible, yo no digo que sea Dios, soy muy crítico conmigo mismo y gracias a eso avanzo. Por fortuna, hay muchas personas e instituciones que sí me hacen caso. Hay universidades que sí tienen esa sensibilidad sobre la palabra hablada y que año tras año me llaman para impartir esa materia.

Poder expresarse de manera adecuada abre muchas puertas y no hacerlo cierra otras muchas.

Quien domina la palabra aventaja a los demás, sin duda alguna. Por desgracia, la gente habla muy mal: políticos, pro- fesores y locutores de radio y televisión también.

¿En qué se traduce hablar mal?

En el empobrecimiento de uno mismo. Comunicar es transferir y si yo no domino la palabra no voy a sacar el máximo partido posible de mi preparación, estudios y experiencia vital.

¿Para hablar bien hay que escuchar mejor?

Por supuesto, uno de los temas fundamentales es el diálogo. Aquí no dialoga nadie. La razón es que no se nos ha enseñado a dialogar y que el diálogo tiene unas exigencias muy duras que la gente no está dispuesta a asumir.

“Para hablar bien, hay que escuchar mejor. La gente habla, pero no dialoga”

¿Podría ser más concreto?

Dialogar es un término griego formado por la palabras “Dia” que significa “a través de”. Esto significa que ante un asunto cualquiera, globalización sí o no, crisis económica… yo te entrego un paquete de mis ideas y tú la analizas, las compulsas, ves puntos fuertes, débiles… y me las entregas a mí. Y yo hago lo mismo con las tuyas. Y al final cada uno descubre ciertos aspectos en los que es posible que uno y otro estén equivocados, o en lo cierto. Poder dialogar significa voluntad de dialogar, de buscar una verdad mejor, más perfilada, tener un criterio sobre las cosas. Ahora bien, esos criterios, por simples que sean, deben estar cubiertos de una capa de oro de 24 quilates, el oro de una cierta provisionalidad. El que crea haber llegado a la verdad definitiva ha muerto.

La falta de diálogo, ¿es una rémora exclusiva de los políticos o afecta a toda la sociedad?

No, no. La gente habla pero no dialoga. Si nos fijamos y vemos a dos amigos conversar te das cuenta que no dialogan; uno está tratando de colocar su discurso completo al otro y el otro al uno. Nos interrumpimos constantemente en las conversaciones porque no nos importa lo que nos está diciendo el otro. Las personas no queremos dialogar para que no nos quiten la seguridad, sobre todo la intelectual, porque así nos han educado: la pareja segura, el trabajo seguro, la casita segura, etc. que está muy bien pero una persona que no comulga con esto hace temblar muchas columnas, no interesa.

Para hablar bien, ¿cuánto hay de conocimiento y cuánto de quererse uno mismo?

Llegar al placer escénico es fundamental, esa es la gran base y luego hay que conocer unas normas muy sencillas. La comunicación interpersonal además de ser un placer es simplona, lo que ocurre es que la han mitificado.

¿En qué consisten esas reglas?

Yo empecé enseñando 30 reglas para hablar bien, sobre todo en público, del tipo, vístase curioso, con los zapatos siempre limpios, evite la halitosis… Las reglas que enseño ahora, después de tantos años, son siete: nunca la palabra antes del pensamiento, no interrumpir nunca las frases del emisor, y ser breve; la cuarta se refiere a la vista, mirada interpelante, y le siguen gesto libre (no sabemos qué hacer con los brazos), el dominio del silencio, algo fundamental porque quien domina el silencio domina la palabra, y, por último, junto al silencio la velocidad a la hora de emitir la palabra. Todos tenemos una velocidad en cada momento para emitir la palabra, igual que para conducir un vehículo.

¿Hablar bien es equivalente a no aburrir al público?

Desde luego. El orador debe tener en cuenta una serie de preguntas: quién soy yo, de qué sé hablar o para qué me he preparado, a quién me dirijo, cuándo hablo o por qué hablo, dónde hablo, de qué medios me valgo… y en esa combinación es muy difícil aburrir. Para que la comunicación sea eficaz es necesario basarse en tres grandes amores, que son: amor a uno mismo, amor al destinatario del mensaje y amor al mensaje. Y eso se logra con mucho esfuerzo. Si falla alguno de ellos, hablarás pero no comunicarás, o comunicarás pero en una menor medida de que podrías hacerlo.

La realidad muestra que una persona con un gran bagaje cultural puede hablar mal. Sin embargo, ¿una persona que no lee y con escasa formación puede hablar bien?

No se trata de hablar sino de comunicar. Hablar con eficacia es comunicar. El mejor orador que he visto entre mis alumnos fue un chaval de 22 años casi analfabeto, que obviamente hablaba mal, apenas tenía vocabulario y no conocía la sintaxis. Ahora, ¡cómo se comunicaba, cómo describía la vida en una prisión, cómo nos leyó la carta que un recluso le había entregado la noche anterior para dársela a su novia! Otro ejemplo: mi mejor día como orador fue en el entierro de mi madre, y no fueron mis palabras. En un momento dado tomé una servilleta de papel y le escribí unas frases y, con permiso del cura, me dirigí a ella con lo que había escrito. Qué comunicó más aquella mañana, ¿mis palabras o mis largos silencios y mis lágrimas? Estas últimas fueron las que más comunicaron, no las palabras.

Por tanto, ¿la palabra es sólo una parte en la comunicación?

Exacto, una parte fundamental, importantísima, pero la sola palabra no comunica. Puedes hablar con mucha elegancia, muy floridamente… pero si no hay amor en la palabra y placer escénico, hablarás, pero no comunicarás.

Ha comentado lo mal que se habla en el ámbito público y privado. Puestos a establecer una comunicación de los que peor hablan, ¿a quiénes colocaría en los primeros lugares?

Hombre, yo ahí debo decir que los que más hablamos, hablamos fatal. Y en esa clasificación metería a políticos, a clérigos, profesores y locutores y comentaristas. Damos un ejemplo muy malo.

“En boca cerrada no entran moscas”, “por la boca muere el pez”, “dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”… La sabiduría popular no pregona precisamente la locuacidad.

Claro, pero esos son mensajes del poder para callarnos. Los refranes recogen la sabiduría popular, lo que ocurre es que también recogen disparates populares. Todos los refranes tienen varias lecturas. Es evidente que el que tiene boca se equivoca, pero no hay que llevarlo al límite, aunque está bien la llamada a la prudencia.

¿Qué diferencia un buen orador de un mal orador?

Comunica o no comunica. O me llena o no me llena, o le entiendo o no le entiendo.

¿Cómo distingue a un orador de un charlatán?

Eso es muy fácil. Las técnicas del mantenimiento de la atención son algo fundamental en comunicación verbal. Si no mantengo atento al sujeto, ¿para qué hablo? Hay que pensar que quien te escucha es un león hambriento y astuto, entonces o le alimentas con contenido intelectual o te come. Con contenido intelectual no me refiero a filosofía: puede ser un viaje de vacaciones, el problema sobre la enfermedad de un familiar, etc. El receptor no quiere palabrería hueca, no listados interminables de sinónimos, tan utilizados por los profesores y políticos. No comunica mejor el que más habla. La palabra es una intermediación entre dos cerebros, y no podemos permitir que las palabras se caigan de la boca como unas monedas del pantalón. Las palabras hay que entregarlas con la máxima conciencia y con “tacañería”, lo que se pueda decir con cuatro palabras mejor que con ocho.

¿Quiénes demandan más sus servicios?

Políticos, empresarios, actores, toreros y equipos de fútbol.

Pues los futbolistas no se caracterizan por su verbo florido.

Claro, de ahí que acudan a cursos específicos de la palabra hablada, teniendo en cuenta, eso sí, que yo no hago milagros.