¿Por qué hay tantas contradicciones en nutrición?
Uno ya no sabe qué comer. Cuántas veces habremos oído o pronunciado esta frase. No es de extrañar, porque cuando se trata de alimentación, los mensajes que recibimos son, en ocasiones, confusos e incluso contradictorios. Uno de los ejemplos más populares lo encontramos en el huevo. Antes se decía que era “malo” porque “aumentaba el colesterol”, así que se recomendaba no comer más de tres a la semana. Ahora parece que es “bueno” y podemos comerlo sin preocupación.
Podríamos pensar que estos cambios en las recomendaciones entran dentro de lo esperable, porque con el paso del tiempo la ciencia avanza y tenemos un mayor conocimiento de los alimentos y de sus efectos sobre la salud. Pero esta explicación parece tambalearse cuando encontramos esas contradicciones entre las recomendaciones y las informaciones que nos rodean actualmente. Por ejemplo, un día leemos en la prensa que tomar una copa de vino al día es “beneficiosa para la salud” y a la semana siguiente vemos en el mismo periódico que “cualquier dosis de alcohol es perjudicial”. Así que, ¿a qué debemos atenernos?
Un entorno de desconfianza
Todo esto genera una situación de desconcierto y desconfianza que suele resumirse con una frase: “¿Cómo vamos a saber lo que tenemos que comer si no se aclaran ni los nutricionistas?”. Lo cierto es que el mundo de la nutrición no es tan “caótico” como se podría pensar ante esas contradicciones. Entender por qué se producen puede ayudarnos a comprender mejor la situación y a responder de una vez por todas a la eterna pregunta: ¿qué deberíamos comer?
Avance del conocimiento
La forma en la que los alimentos actúan sobre nuestro organismo despierta interés desde hace miles de años, pero hace relativamente poco tiempo que comenzó a estudiarse siguiendo una metodología científica. Para hacernos una idea, los aminoácidos esenciales, es decir, los que nuestro organismo no puede sintetizar y debemos ingerir a través de la dieta, fueron identificados por el bioquímico estadounidense William Cumming Rose hace apenas 100 años. Es decir, la nutrición es una ciencia muy joven y ese es uno de los motivos por los que es tan cambiante.
Hace unas décadas, los conocimientos en este campo eran muy escasos, pero con el tiempo han ido aumentando notablemente: se dedican más recursos a su estudio, hay más conocimientos acumulados, se mejoran la metodología y la tecnología… En resumen, el conocimiento avanza y eso puede hacer que nos tengamos que replantear lo que dábamos por cierto en el pasado: en ocasiones veremos que sigue siendo válido, pero en otras habrá que matizarlo o incluso descartarlo por completo. Este es el normal funcionamiento de la ciencia.
Titulares impactantes que pueden confundir
Las conclusiones de los estudios de nutrición son enviadas a través de notas de prensa a muchos periodistas, que acaban publicándolas en los medios de comunicación. Eso explica que podamos leer artículos del tipo “la cerveza es beneficiosa para reponerse después de hacer deporte”.
Para hacer declaraciones de salud sobre un alimento o un nutriente, estas deben haber sido aprobadas por la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) con base en el consenso científico, es decir, deben existir evidencias científicas de peso que las respalden. Ahora bien, esto aplica en la etiqueta de un alimento o en una campaña publicitaria, pero no cuando se habla de ello en un artículo periodístico. Es decir, en la etiqueta de un vino nunca veremos mensajes del tipo “es beneficioso para el corazón porque contiene polifenoles”, porque está prohibido, pero sí podremos leer frases de esa índole en la prensa, sobre todo en periódicos digitales. De hecho, a veces se ven declaraciones incluso peores, como “una copa de vino equivale a una hora de gimnasio, según un estudio”. Y en muchos casos no es porque haya estudios que lo digan tal cual, sino porque algunos medios exageran titulares para llamar la atención de los lectores y obtener un beneficio económico.
Cómo sería la investigación ideal
Esto que acabamos de señalar es percibido por muchas personas como una debilidad de la ciencia, quizá porque a veces esperamos que nos ofrezca certezas absolutas e incontestables. La ciencia no funciona así. Se trata de una herramienta que nos permite conocer el mundo que nos rodea, pero no siempre podemos hacerlo con el mismo grado de conocimiento. Sabemos con seguridad que las proteínas están compuestas por aminoácidos, pero no podemos conocer con la misma certeza el efecto concreto que ejerce el consumo de un determinado alimento sobre nuestra salud, porque es algo muy complejo ya que intervienen infinidad de factores.
Si quisiéramos estudiar el efecto que tiene el consumo de carne roja sobre nuestra salud, lo ideal sería tomar dos grupos numerosos de personas exactamente iguales (gemelos), conseguir que las condiciones fueran exactamente iguales (que vivieran en el mismo sitio, realizaran las mismas actividades…) y que se alimentaran exactamente igual, salvo por la diferencia de que unas incluyeran carne roja en su dieta y otras no. Con estas premisas, podríamos estudiar su estado de salud a lo largo de varias décadas para conocer la influencia de este alimento. Esto es, a grandes rasgos, lo que se llama un ensayo clínico controlado aleatorizado y es el que ofrece un mayor nivel de certeza. Pero es casi imposible lograr esas condiciones. Lo que se hace es tratar de aproximarse a ese modelo y, aun así, es muy complicado desarrollar este tipo de estudios.
Así son la mayoría de los estudios
En nutrición, lo que se hace con más frecuencia es realizar estudios observacionales: se toman datos de un grupo muy numeroso de población y se analizan las variables que queremos comprobar. Por ejemplo, se estudia el estado de salud de las personas que comen mucha carne roja frente a las que la ingieren con menos frecuencia o no la toman. Hay muchos otros factores que también pueden influir sobre el estado de salud, como la práctica de ejercicio, el consumo de alcohol o el tabaquismo, así que también se tienen en cuenta. Pero, así todo, este tipo de estudios ofrece menor nivel de certeza que los anteriores y se corre el riesgo de llegar a conclusiones erróneas.
Así, si no se hace un diseño adecuado de la metodología y no se interpretan los resultados de forma rigurosa, podríamos llegar a conclusiones erróneas. Esta dificultad para realizar los estudios y los errores que a veces se cometen, explican parte de las contradicciones que encontramos en el campo de la nutrición. Es el caso de alimentos que aumentan el riesgo de cáncer, según unas publicaciones, y que lo previenen, según otras. Para tratar de dirimir estos problemas, se recopilan todos esos estudios y se analizan en revisiones sistemáticas y metaanálisis, que suponen el más alto nivel de evidencia y que permiten llegar a una conclusión con una mayor certeza.
¿Hay Intereses económicos?
Los resultados de las investigaciones se dan a conocer a la comunidad científica –y a la sociedad en general– a través de artículos que se publican en revistas especializadas. El funcionamiento de este sistema de publicaciones tiene algunos inconvenientes, que pueden influir sobre la forma en que percibimos algunos alimentos. A veces es habitual que solo se publiquen los estudios con resultados llamativos, mientras que el resto ni siquiera llega a publicarse porque no despierta interés.
Imaginemos que se realizan 10 estudios para investigar la influencia del calabacín sobre el cáncer de hígado: en nueve de ellos no se aprecian cambios de ningún tipo, mientras que en uno se encuentra que puede reducir la probabilidad de que se produzca. En este supuesto, es fácil imaginar que los nueve primeros acabarían en un cajón y no llegarían a ser publicados, mientras que este último sí se publicaría en las revistas científicas, lo que transmitiría la idea, probablemente poco fundada, de que el calabacín tiene ese efecto.
Esto se conoce como “sesgo de publicación” y ocurre habitualmente. Hay ciertos sectores, además, en los que se hace de forma consciente para favorecer intereses económicos. Es el caso de grupos de presión para favorecer el consumo de ciertos alimentos, como pueden ser el pan, el vino, la cerveza, el azúcar, los refrescos, la carne o la leche. Por ejemplo, si una asociación de productores de un alimento encarga –o financia– estudios científicos para conocer sus efectos beneficiosos, es muy probable que solo se queden con los que llegan a conclusiones positivas y descarten aquellos en los que este alimento presenta un efecto neutro o negativo. Esto no significa que debamos descartar todos los artículos financiados por entidades privadas.
Aquí la metodología también tiene mucho que decir: es fundamental que esté bien diseñada para que el estudio sea riguroso. Puede ocurrir que un estudio se diseñe expresamente para lograr unas conclusiones que favorezcan a quienes lo financian. Imaginemos que se investiga el efecto de la cerveza para reponer nutrientes después del ejercicio y se compara con el agua. En este supuesto, parece claro que ganará la primera, porque contiene más nutrientes. Pero eso no significa que sea saludable ni recomendable. Si hiciéramos la misma comparación entre la cerveza y la leche, es muy probable que ganara esta última.
Las conclusiones de los estudios sesgados llegan hasta los profesionales de la nutrición, influyendo a veces sobre su opinión profesional, que finalmente es transmitida a la población. Por eso es fundamental que dichos profesionales tengan una adecuada formación, adquieran criterio, sean independientes y se mantengan actualizados. Y lo mismo se puede decir de otras disciplinas científicas, porque esto no es algo exclusivo de la nutrición.
La publicidad influye en nuestros hábitos
El dinero también está detrás de las campañas y los mensajes publicitarios que las empresas realizan para promocionar y vender sus productos y, en definitiva, para obtener beneficios económicos. El problema es que, cuando se trata de alimentos, muchos de esos mensajes pueden resultar engañosos o, cuando menos, imprecisos o confusos.
Por ejemplo, muchas marcas de productos destinados al desayuno –cacao azucarado en polvo, zumos, galletas, cereales– transmiten mensajes desfasados e infundados, como los que dicen que “el desayuno es la comida más importante del día”, que “debe estar formado por leche, cereales y fruta” o que el cacao con galletas “es el desayuno de los atletas”.
Otra estrategia muy común es el uso de declaraciones de salud y nutricionales para destacar la presencia o ausencia de algún nutriente y su efecto positivo sobre la salud. Hay marcas de cereales “de desayuno” o de galletas que añaden vitaminas y minerales en sus productos para hacerlos pasar por alimentos saludables, con mensajes del tipo “fuente de vitamina D” o “contribuye al desarrollo de los huesos”. También es muy habitual encontrar declaraciones nutricionales en productos “de dieta”, como los populares reclamos “light”, “zero”, “bajo en calorías”, “bajo en grasas”, que encontramos en productos como refrescos, pechuga de pavo, galletas y muchos más.
Estos mensajes también perpetúan ideas erróneas o desfasadas, como la de centrar la dieta en la grasa y el aporte calórico, dando a entender que los productos “light” son “saludables” y “no engordan” y que una dieta saludable debe tener poca grasa y aportar pocas calorías.
Aunque coloquialmente solemos hablar de alimentos “buenos” y “malos”, no es lo más acertado, porque confiere una connotación moral que puede tener una influencia negativa sobre nuestra alimentación. Por ejemplo, si decimos que las magdalenas son “malas”, es probable que nos sintamos culpables cuando las comamos y eso puede favorecer el desarrollo de una relación insana con la comida o incluso acabar en trastornos de la conducta alimentaria. Por otra parte, si decimos que el brócoli es “bueno”, puede ocurrir que lo percibamos como una especie de “antídoto” para compensar nuestros malos hábitos o para “expiar nuestras culpas”. Así pues, lo ideal sería hablar de alimentos “saludables” y “menos saludables” y tratar de evitar esas connotaciones morales para intentar mantener una relación sana con la comida, incluso aunque ocasionalmente optemos por alimentos poco recomendables.
¿Qué es el nutricionismo?
Esta forma de concebir la alimentación, poniendo atención sobre los nutrientes de forma aislada, en lugar de hacerlo sobre los alimentos en su conjunto, no solo se ve en la publicidad. Se trata de una corriente de la nutrición conocida como nutricionismo, que es seguida aún hoy por muchos profesionales. El problema es que resulta demasiado reduccionista y está desfasada. Hoy sabemos que el contenido de grasa y el aporte calórico no determinan necesariamente las propiedades de un alimento en términos de salud; por ejemplo, los frutos secos son saludables, a pesar de ser ricos en grasa y muy calóricos, mientras que un refresco sin azúcares no lo es, a pesar de no aportar calorías, grasas ni azúcares. Sobre la salud no solo influye el efecto de los nutrientes de forma aislada, sino ese alimento en conjunto.
¿Por qué no se ponen de acuerdo?
Como ocurre en todos los gremios, en el de la nutrición también hay todo tipo de profesionales. Este es uno de los motivos que explica la disparidad que existe a veces entre los mensajes que emiten unos y otros. Todavía hay consultas en las que se siguen pautando dietas estándar, no personalizadas y centradas en las calorías, con recomendaciones desfasadas e infundadas y que hasta incluyen alimentos poco recomendables, como son las galletas o el jamón cocido.
Esto suele ocurrir por desactualización o falta de conocimiento. Pero las contradicciones que vemos a veces en el sector no se deben solo a eso. También obedecen a sesgos personales –personas con prejuicios hacia las dietas veganas–, a intereses económicos o simplemente a esas limitaciones técnicas que nos encontramos en la ciencia.
La interpretación
Lo que percibimos en torno a la nutrición no depende solo de los mensajes que recibimos, sino que también influye la forma en que los interpretamos. Aquí tienen importancia aspectos como los conocimientos con los que contamos –que en materia de alimentación no suelen ser muy profundos porque apenas se imparte en el sistema educativo–, o nuestra experiencia o sesgos personales –por ejemplo, si nos gusta beber vino, es fácil que aceptemos las noticias que hablan de sus presuntas bondades.
Es habitual que dispongamos de pocas herramientas y pocos conocimientos para discernir si un mensaje nutricional es cierto o no, o para saber de cuál podemos fiarnos. Al final, en muchos casos reinan la confusión y la desconfianza.
¿Qué deberíamos comer?
Podría parecer que no podemos fiarnos de nada ni de nadie. No es así, ni mucho menos, pero eso es lo que piensan muchas personas que optan por la recomendación de “comer un poco de todo, con moderación”, por aquello de que “es lo que siempre se ha dicho”. Sin embargo, este consejo, que es popular, entre otras cosas, gracias a la obra de uno de los padres de la nutrición, Francisco Grande Covián, era válido en su contexto, décadas atrás, cuando la mayoría de los alimentos que había eran frescos o poco procesados y no existía la oferta de alimentos de la que disponemos hoy en día. Pero si aplicáramos actualmente esa pauta al pie de la letra, significaría comer un poco de cada uno de esos alimentos: zanahorias, galletas, tomates, bollos de crema… De hecho, en nuestro entorno los alimentos menos recomendables tienen mucha mayor presencia que los saludables. Los primeros son casi los únicos que podemos encontrar en cines, estaciones de servicio, quioscos o aeropuertos.
Así pues, lo importante es actualizarse, dado que la recomendación de “comer un poco de todo” ya no tiene validez en nuestro contexto. Si queremos mantenerla, habría que añadir un importante matiz para aclarar que se trata de comer un poco de todo, pero de entre una oferta de alimentos saludables.
Llegados a este punto, podríamos volver a objetar que existe mucha confusión en torno a lo que es saludable y lo que no lo es. Pero en realidad no es así. No hay duda –y nunca la ha habido– de que los alimentos frescos o poco procesados de origen vegetal son saludables: frutas, verduras, hortalizas, legumbres… Son estos los que deberían formar la base de nuestra dieta, en la que podemos incluir, además, otros alimentos saludables, como huevos, pescado o aceite de oliva.