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¿Cuántas veces, por el qué dirán, hemos dejado de hacer cosas que nos hubiera gustado hacer?
Querámoslo o no, la mayoría de los adultos hemos interiorizado hasta el último poro de nuestra piel valores como la seriedad, la madurez, la responsabilidad, el control de los sentimientos, la ejemplaridad de nuestra conducta, ... que, lejos de convertirnos en personas equilibradas y dichosas nos conducen en ocasiones a frustraciones y a soslayar, por impropias de nuestra edad y de nuestro estatus de padres, propuestas que nos depararían mucha satisfacción. Y que no hacen daño a nadie.
Pensemos, por ejemplo, en actividades como andar en moto, los juegos de la más diversa índole, los deportes arriesgados o los viajes de muy larga duración. O, simplemente, en comportarnos tal y como sentimos, tal y como pensamos. Ante los demás, en casa, en el trabajo y con los familiares y amigos.
Eric Berne, un psicólogo interesado en estas cuestiones, inició la teoría y técnica del análisis transacional. Sus trabajos son muy apreciados por los profesionales, pero es, todavía, un perfecto desconocido para el gran público. Lo que no es de extrañar en un contexto social que eleva a los altares de la celebridad a deportistas y mediocres personajes del espectáculo y los medios de comunicación mientras condena al el ostracismo a pensadores y científicos que intentan explicarse el mundo y el misterio de nuestro comportamiento como seres humanos que viven y luchan por entender su existencia, y por conseguir la máxima felicidad posible. Berne, en su teoría de la personalidad, describe tres tipos de conducta ligados a otros tantos modos de pensamiento y sentimientos, entendidos como "estados del yo". Distingue el estado "padre", el estado "adulto" y el estado "niño". Algo así como si en el interior de cada persona hubiera un padre, un adulto y un niño que se manifiestan permanentemente en nuestras conductas.
El "estado padre" representa el concepto enseñado sobre la vida. Contiene lo que hemos grabado de nuestros padres, cuidadores y otras figuras de autoridad. Cuando actuamos desde esta posición, nuestra manera de ver la vida y nuestro pensamiento repiten los específicos del padre.
El "estado padre" se manifiesta fundamentalmente cuando opinamos, aconsejamos, protegemos y actuamos según la tradición, y siempre que operamos con poder y seguridad. Por su parte, en el "estado adulto" formulamos juicios, analizamos la información, reflexionamos, tomamos decisiones, calculamos las posibilidades y actuamos con pragmatismo y según el criterio de la oportunidad. Por último, el "estado niño" comprende lo que sentíamos e interpretábamos cuando éramos niños y adolescentes, e incluye la forma de actuar típica de esa edad. Se muestra en la expresión y vivencia intensa de las emociones, la intuición, la creatividad, la impulsividad y la curiosidad.
Son los momentos de la experiencia de lo biológico y de los sentimientos de indefensión, alegría, miedo, capacidad de goce y desarrollo de la fantasía.
Las tres formas de ser y estar permanecen dentro de cada individuo a lo largo de toda su vida. Estas tres dimensiones son necesarias para que la persona pueda desarrollarse en su plenitud. La clave es que se dé un equilibrio entre los tres niveles. Cada uno de nosotros, a lo largo de su vida adulta, experimenta y manifiesta las tres formas de vivir y relacionarse, sintiendo y actuando como padre, adulto o niño, dependiendo de las situaciones concretas y del tipo de personas con quien se relaciona en cada momento.
Reflexionemos un momento, echemos la mirada atrás y comprobaremos que es así. A todos nos agrada rescatar ocasionalmente nuestro espíritu más genuino, el infantil, porque es el más original, el menos condicionado de nuestra personalidad. Sin embargo, no resulta fácil hacerlo. La cultura dominante y la educación que hemos recibido valoran y priman más el "estado padre" y el "estado adulto". Se considera que eso es lo adecuado: respetar las costumbres, acatar la autoridad o ejercerla, aconsejar, proteger, reflexionar, tomar decisiones, planificar; en definitiva, ser siempre sensato. En otras palabras, convertirnos en lo que socialmente se considera una persona "de fuste, hecha y derecha". Todo eso está muy bien. Pero para conseguir esa madurez se ha considerado desde hace siglos (erróneamente) que a la madurez biológica, a la edad adulta, le corresponde comportarse exclusivamente como padre y adulto, arrinconando, o mejor, enterrando, al niño que llevamos dentro. No es casualidad, ya que hay actitudes sociales que se encargan de censurar y afear en los adultos las conductas "propias de niños". De ahí ese porte grave, serio, adusto, esa actitud de respeto por las formas que algunos tienen, y que a veces pesa como una losa. Y también la cotidianeidad y aburrimiento que tiñe de un abrumador gris a nuestra vida.
Envidiamos de los niños su espontaneidad, sinceridad y alegría, pero no sabemos rescatar a ese niño que nos empeñamos en ocultar. Sepamos -es hora ya- que una vida emocional equilibrada requiere la reivindicación del nuestro niño interior. Esa reconquista supone un gran alivio, aunque para ello debamos desoír algunas convenciones sociales, y nuestro (lamentablemente, muy desarrollado) sentido del ridículo. Ahora bien, antes hemos de concedernos a nosotros mismos el permiso de ser como sentimos. En suma, de ser felices, y disfrutar la vida, y de entenderla según nuestros propios criterios. Las sugerencias que constan en el recuadro pueden chirriar un poco en un contexto que se empeña en que disfrutemos poco, porque los valores supremos seguirán siendo la producción y el consumo, y ambos exigen actitudes serias y convencionales. Pero pensemos que sólo se vive una vez, y que nos merecemos la oportunidad de que este breve tránsito que es la existencia se parezca lo más posible a lo que nosotros entendemos que debe ser.
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